Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Vestido de graduación

Autor:

Luis Sexto

Varios recados me piden escribir sobre un detalle de iniciativa local, en un punto específico, aunque no dudo que se repita en cualquiera de los barrios o pueblos del país. Y como hablaremos de ropas o de vestidos parecerá, si usted solo lee hasta aquí, un tema relativo a la moda. Pero no es moda que implique usar el bolsillo a la izquierda, o las sayas más estrechas y cortas.

El asunto es más serio. Porque varios mensajes verbales o escritos dirigidos a este comentarista expresan la inquietud de sus remitentes por la próxima graduación de noveno grado en un antiguo complejo agroindustrial en Matanzas. Textos y palabras se refieren a un plan local cuyo propósito exige que lo niños vistan la ropa apropiada —esto es inusual— para tan básico acontecimiento. Por la descripción, el vestuario previsto casi recuerda a las graduaciones de ciertos colegios privados de antaño donde asistían los hijos de la clase media o de las más altas. Imaginen ustedes el aprieto en que podrían estar algunos padres… Y me aparto de aquel terruño matancero tan querido por el periodista, y comienzo a reflexionar sobre este expediente, que puede repetirse, como dije, en algún otro sitio.

No discutamos, por estéril, que graduarse de la enseñanza secundaria significa un momento singular en la vida de los adolescentes. Pero el valor de los actos no se incrementa por el vestido que uno exhiba. Con harapos, el Ejército Libertador conquistó lo más preciado de nuestro país: la independencia. Y también con pantalones raídos y sin navaja de rasurar, los guerrilleros de las serranías cubanas completaron la independencia definitiva. Quizá, sin quererlo, los que alienten la iniciativa del traje, la corbata, la camisa de manga larga, o el vestido que cubra a las niñas hasta los tobillos, están convirtiendo la graduación que marca el fin de la adolescencia y el inicio de la primera etapa de la juventud, en un torneo de moda donde el que menos tiene se podría sentir avergonzado o herido, y el que mejor ropa exhiba podría, inconscientemente, experimentar los halagos de la vanidad y el sentimiento de superioridad social.

Todavía muchos de nosotros necesitamos aprender a discernir en qué país vivimos y qué país queremos acabar de construir. Si la sociedad cubana ha comenzado a juzgar como un acto justo y racional que cada cual tenga lo que sea capaz de merecer con su trabajo, su talento y su preparación, no parece cuerdo que la desigualdad material sea implantada en las escuelas. Para impedirlo, los estudiantes, salvo los universitarios, usan el uniforme que los empareja en atuendo, aunque no así en inteligencia o aplicación porque, como sabemos, la desigualdad intelectual es inevitable. Ningún decreto y ninguna acción mágica podrán distribuir igualitariamente las dotes naturales, ni habrá quien sea capaz de anular el deseo de aprender a toda costa en ciertos alumnos calificados de aplicados o brillantes.

Pero la desigualdad material, al menos en la escuela, ha de seguir proscrita, como un virus o un vicio. Y según he averiguado, el Ministerio de Educación recomienda graduarse con el uniforme, a fin de que no se establezcan distingos, ni distancias. En lo personal preferiría que, sobre todo, el mejor traje para cualquier graduación sea la conciencia delicada, sensiblemente formada, apta para convivir con compañeros, vecinos y extraños, y con la claridad moral que distinga el bien y el mal, lo justo y lo injusto.

El mejor traje para la graduación, me parece, es también hablar y escribir nuestro idioma sin arrastrar, hacia las enseñanzas superiores, el síndrome de la mala ortografía o el desconocimiento de nuestra historia, o el rechazo a la lectura o la incapacidad para comprender lo que se lee. Si no fuera así, qué ropa de holán fino, o de casimir, qué manga larga o maxifalda rellenarían los huecos en la educación, que en sí misma es el principal valor de los graduandos.

Perdonen la crudeza. Pero lo escrito es mi regalo para tantos adolescentes cuyo bullicio rodea nuestra existencia y mantiene vivos nuestros recuerdos de aquella edad en que uno debe aprender a crecer, y no a crecer en vano, sino vestido de decoro y de utilidad.

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