Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Cincuenta abrazos

Autor:

Nyliam Vázquez García

A veces la vida duele. La vista devuelve imágenes terribles. Las palabras exactas para la descripción se resisten. Japón: tierra arrasada y seres humanos como fantasmas, sin techo, asolados por el frío, sin agua potable o electricidad, pero sobre todo atormentados silenciosamente por ese dolor punzante que solo provoca la pérdida. Sobreviven.

Y mientras decenas de miles se aferran a la vida allí, 50 seres humanos insisten sin descanso en que esos sobrevivientes y muchos más sigan dejando sus huellas en esta tierra, a pesar del dolor y de la devastación. Nadie sabe sus nombres, solo que son ingenieros, técnicos, bomberos, especialistas que en la central nuclear de Fukushima mueren todos los días un poco por salvar a millones.

Esos héroes anónimos que se exponen a altas dosis de radioactividad e insisten en contener la catástrofe, elevan por cada segundo de exposición la condición humana. Ellos siempre han estado ahí, aun cuando evacuaron casi totalmente al personal. Ahora mismo rotan por turnos para reducir los tiempos de exposición y continúan intentando enfriar con agua de mar los reactores dañados por el terremoto. No descansan y saben que allí se les va la vida. Y sin embargo, salvan. Se entregan y funden con la tradición cultural de una nación para la que el sacrificio por la comunidad no es ajeno, a pesar de tiempos modernos, celulares, robots y última tecnología. ¿En qué pensarán ahora?

Quizá les sobran razones para desear, en no pocos momentos del día, haber corrido la misma suerte de sus muertos con sus pequeños mundos, que la naturaleza se llevó de cuajo. La desesperación puede ser otro terremoto. Demasiado sufrimiento para detenerse en el altruismo ajeno. La esperanza se les escabulle entre el lodo y las montañas infinitas de escombros. Ahí están sin ponerle razones extras a la crisis. Nadie en la zona siniestrada ha subido el precio de los escasos alimentos ni de la gasolina. Parece más urgente salvar el aire, no morir después de salvarse, que la bestia atrapada en esos cuatro reactores no salga más de lo que ya lo ha hecho. Mientras, los 50 de Fukushima, más otro grupo incorporado luego hasta sumar 180 seres humanos, luchan por completar esa misión necesaria. Urgente.

Y cuando no todo parece perdido, un bebé de cuatro meses rescatado por los militares nipones se me antoja el rostro de la esperanza. En brazos del militar que lo rescató, su cuerpo menudo invita al abrazo, a la caricia delineadora de la redondez de su rostro, al susurro tranquilizador, quizá a cantarle, aunque sea en español. ¿Qué habrá sido de sus padres? ¿Adónde va esa vida dejada a la deriva?

El bebé crecerá y tal vez necesite de historias ajenas para armar la propia. Ojalá llegue a contar que sobrevivió a un terremoto y a un poderoso tsunami, pero sobre todo, al accidente nuclear, gracias a los 50 de Fukushima.

Sobran las razones para desear fundirse en 50 abrazos. Ante la urgencia, seguro esos seres humanos, embutidos en sus trajes «protectores» que no los resguardan lo suficiente, no reparan en la hazaña, pero incluso al otro lado del mundo habrá que rendirse ante su altruismo. Intentan hacer posible que esa vida de cuatro esperanzadores meses llegue a la adultez; cuente su historia y la de ellos, que tal vez se quede irremediablemente en el camino, mientras salvan a millones de japoneses. De muchas maneras, nos salvan a todos. Y la vida y la muerte tienden a doler menos, cuando se colma de seres que hacen que valga la pena pertenecer a esta raza.

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