Si de algo culparía al exquisito narrador Marcel Proust, es de condenarnos a la eterna nostalgia. En busca del tiempo perdido, a inicios del siglo XX, el raro francés nos devolvió en su obra, con deleite de orfebre, esos recuerdos que cargamos por la vida sin percatarnos, y un día se nos revelan por asociación ante un sabor, una visión, un sonido, o sencillamente un olor percibidos alguna vez. Contraseñas o visas sentimentales para viajar en el tiempo.
Fue el regusto de un bizcocho llamado magdalena, el que describió Proust en Un amor de Swann, como catapulta hacia las sensaciones de ese mundo irrecuperable que uno solo reinventa en la agónica memoria. Desde entonces, los literatos tributan a Proust y le rinden honores involuntariamente en sus libros; así como los estudios de la conducta humana, en lo neurobiológico, se ensancharon a partir del reflejo condicionado descubierto por el científico ruso Iván Pavlov, a fines del siglo XIX.
Pavlov formuló su teoría, a partir de un experimento singular con un perrito: cada vez que sonaba la campana para el banquete de huesos, las glándulas salivales del can se exacerbaban. Y en terreno literario, lo de Proust fue la asociación sentimental derramada por el ser humano, ante sensaciones que lo devuelven a lo vivido.
Sin percatarse, grandes narradores sangran a Marcel Proust por su herida literaria. En una memorable crónica a raíz del asesinato de John Lennon el 6 de diciembre de 1980, Gabriel García Márquez se adentra en el misterio de las resurrecciones sentimentales desde el influjo Beatles que llevamos al oído: «Es la trampa de la nostalgia, que quita de su lugar los momentos amargos, los pinta de otro color, y los vuelve a poner donde ya no duelen»… «En realidad nuestro pasado personal se aleja de nosotros desde el momento en que nacemos, pero solo lo sentimos pasar cuando se acaba un disco».
Proust sigue dando que recordar. Ejemplo supremo es el fino relato ¿Quiere usted una magdalena?, del inefable narrador y periodista español Manuel Vincent: El autor recrea el influjo proustiano en medio de pragmáticos ejecutivos de la IBM, que realizan una convención en el mismo Gran Hotel de Cabourg, en una playa solitaria de Normandía, donde se hospedara muchas veces el escritor. Ni siquiera esos ignorantes e insensibles, apegados a la modernidad tecnocrática, se salvan del espectro del gran recreador de emociones. Uno de los ejecutivos comienza a percibir visiones y recuerdos, a partir de que mordisquea una magdalena en el desayuno.
Salvando las distancias por mar y talento, este redactor del ahora, de vez en vez relee a Proust, a fuerza de empedernido nostálgico; a tal punto, que mientras más vive y mira hacia adelante, más necesita buscar las claves de la existencia en algún rincón lejano o sensación que te devuelve intacto, a esa lidia con el tiempo que se agota.
El recuerdo de mi primera novia —¿qué será de ella, allende mares como muros?—, y aquella feliz opresión en el pecho de solo verla, me fustigaron hace años en México, cuando volví a comer los mismos dulces engomados de calabaza china que compartíamos y desaparecieron para siempre de mis caminos.
Cualquiera, hasta quien jamás ha escuchado el nombre de Marcel Proust, lleva esas hermosas evocaciones, espoleadas por misterios del tiempo y el espacio. ¿Quién que viviera años en el batey de un central, no se estremece ante el cálido olor de la melaza? ¿Cuántos renacimientos habrán estallado con las olas en el malecón? ¿Quién sabe dónde le espera el aroma de un café que alguien le preparó un día decisivo? ¿Qué puede desatar para muchos una raspadura, la sirena del tren que pasaba exactamente a las cinco de la tarde por el pueblo, o el olor de la pinaroma con que las mujeres baldeaban sus casas, hacia afuera, las mañanas de sábados?
Por si acaso, no se asuste cuando el pasado se le posesione. No son espectros ni fantasmagorías. Es la muesca de lo sentido y vivido, que explota un buen día, aunque nunca haya estado en Normandía ni probado una magdalena…