Como arrestada domadora que gusta introducir su cabeza en las fauces de la fiera, así solía hacer de niña frente al escaparate de mis abuelos maternos. Nada había como ese espacio privado para acariciar memorias y hacer descubrimientos insólitos.
Había allí rutas conocidas, que siempre llevaban a las mismas cosas breves, al cofre donde esperaba lealmente una sortija desmembrada por el tiempo, o una muelita de algún niño de la estirpe, o un arete solitario que yo acariciaba en ritual recurrente. Al final terminaba en el mismo punto: algo que había estado buscando con afán de menesterosa no aparecía; y yo tendría que intentar el hallazgo en la jornada siguiente; y exponerme a que mi abuela exclamara con aires de reproche: «no registres más, ahí no hay nada…».
Francamente no perseguía algo en particular. Lo maravilloso era mi viaje entre las maderas olorosas del artefacto, ese «animal fidelísimo», como dijera un poeta hablando de los muebles. Lo esencial eran mis preguntas acerca de algún antepasado desconocido, y mis fantasías que se avivaban entre los recortes de telas y frascos vacíos, tocados sin embargo por una fragancia fatigada pero inolvidable.
Confieso que había mucho de picardía en esto de la expedición escaparate adentro. En la familia los más jóvenes sabíamos de un tío peregrino y libertino que a su paso por la casa dejó un objeto escandaloso: era una mujer desnuda, hecha de goma, que al ser movida por una manigueta se retorcía dentro de un tubo de cristal, y así posaba sus curvas, ya pegajosas por el tiempo, en las paredes de la peculiar prisión, con lo cual desataba en quienes le mirábamos un mundo de carcajadas y asombros.
Nuestro juego herético consistía en atrapar el objeto justo en el escondite donde la abuela lo había enterrado por última vez. Era una aventura a riesgo de que el abuelo llegara un día antes de tiempo y entonces se nos unieran el cielo con la tierra. Más de una vez sucedió el cataclismo, y el pobre abuelo Mario, tan bueno, solo rezongaba y llamaba a Concha, su novia de siempre, para que viera en qué asuntos extraños preferíamos andar los muchachos…
En verdad los escaparates, como los de cualquier hogar, son guardianes infinitos. Vamos colocando en ellos cosas muy queridas, objetos en los que hemos ido cerniendo nuestras vivencias y amores; cuerpecillos útiles, y otros no tanto pero que no podríamos desechar pues son la prueba de instantes entrañables.
De paso por la vida vamos armando nuestro propio mueble, con su mundo interior poblado de evidencias notables o sencillas de lo que hemos sido o deseamos ser. Y una tarde descubrimos que los niños nuevos se abalanzan sobre él a la caza del último hallazgo, y nos vemos diciendo lo mismo de siempre: «Salgan de ahí; que ahí no hay nada…». Y no es cierto: Hay demasiado, tanto, que no podría orearse así como así, como quien hace un frío inventario de temas desconocidos.
Por algo el poeta Eliseo Diego escribió un poema delicioso —titulado Las telas—, del que ahora me recuerdo mientras he sentido necesidad de reverenciar un universo pequeño pero intenso: «Te miro tocar las telas/ que silenciosas guardabas/ en aquel cofre que amabas/ como un secreto. ¿No velas/ tú con las blancas abuelas/ los oscuros sacramentos/ de la familia? ¡Oh momentos/ en que, inmóvil, nos ha herido/ el árbol ígneo, escondido/ en la costumbre del viento!».