Su voz era el clamor sensible de una dama bien animada, de la mujer incesante que como pila recargable parecía renovar en las mañanas sus pasiones. Sus horas de cada día eran para mí, al principio, el sollozo, la resignación de tener que abandonar por vez primera a mis padres para quedarme con aquella «extraña» compañía.
Su vocación, enteramente grande, de aflojar odios y apretar amores, llevaba el entusiasmo del reparador de sueños, en su intento por limpiar y trocar todo lo sucio en oro, en el oro de una edad en la que se sabe querer como nunca y es por esencia «la esperanza del mundo».
Sus «buenos días» y su beso temprano eran toda una ceremonia cada amanecer, era su llamado a despertar afectos para que, como seres agradecidos, creciéramos advirtiendo más allá de las manchas la luz del sol.
Aquella reverencia suya era también complicidad generosa frente a la bandera y al busto del Apóstol como mejores testigos. Era su acto cotidiano de fe en el mejoramiento humano, en la forja de una fragua de espíritus, en recoger mañana hombres mientras sembraba en el corazón de cada niño grandes ideas como escuela.
Artesana de las utopías más «pequeñas», en el aula solía desbocar nuestra imaginación con la ductilidad de la plastilina y el impulso de las crayolas. A veces dos simples rayones simulaban el vacío de un monte seco y pardo; un cielo azul y una línea con curvas verdes en la punta expresaban la inspiración de donde crece la palma y es el hombre sincero.
A veces un arco raro era el hacha de Meñique, demostrando que la inteligencia vale más que la fuerza; un cuadrado se convertía en el libro nuevo que traía el padre a Nené Traviesa; dos figuras humanas apenas delineadas llevaban la idea de caminar «de puntillas, de puntillas para no despertar a Piedad».
Sus palabras y su timbre ronco fueron también melodía, aliento para ponerle música a los Versos sencillos. Ella incitaba y hacía de cada rincón del aula el escenario: «Vamos, vamos, muchachos», nos decía con su acento radiante mientras repartía y volvía a repartir entusiasmada los personajes de cada obra.
A Magdalena, mi querida maestra de preescolar, cuyo nombre es también el de esa torpe niña nacida de la creación martiana que acabó enterrando en la arena a su muñeca sin brazos, he querido evocar en este enero lleno de alumbramientos consagrados, por darles siempre a sus alumnos el primer abrazo con la pasión del Apóstol.
Han pasado casi dos décadas y todavía recuerdo su magisterio fecundo soplando con las energías del Maestro, su afición por acudir al Hombre de la Edad de Oro como si fuese uno más entre nosotros.
Por eso, siempre que la veo, ahora como lectora y consejera de mis trabajos, escudriño entre sus experiencias y extiendo mi pensamiento como quien desea ver multiplicada la fórmula de un Martí pensante devenido para todos brújula y esencia.