La ventana de la habitación parecía zambullirse en el Neva. En la orilla opuesta, el crucero Aurora seguía atracado al espigón de una historia que en ese año de 1988 empezaba a emproar río arriba, como de regreso en su inmóvil travesía. Neva, Aurora. Dostoiesvki, noches blancas, Raskolnikov, revolución… palabras claves que repetía, y anoté en una libreta ya extraviada.
Estaba allí por primera vez según mi pasaporte. Pero qué vez sumaría según los cuños de entrada de mi imaginación estremecida por el jugador que lo apostó todo a la literatura, y se quedó para siempre en el mundo de los ganadores con los hermanos Karamazov. O cuántas veces fui en el estribo de John Reed para volver a ver, como a través de un filme, los diez días durante los cuales Petersburgo se estremeció en un octubre que sucedía en noviembre.
Había llegado días antes a Moscú con el ánimo del peregrino. Nadie debía morir sin visitar a la Unión Soviética, creíamos entonces. Hacia las once de la noche el airbús de Aeroflot empezó a confundirse con una estrella lejana. En La Habana me habían advertido que no durmiera para poder empalmarme de corrido con el ritmo biológico del viejo mundo. Y no dormí, ni por el día, que me alcanzó sobre el norte del Atlántico. Hubiera sido difícil permanecer despierto durante 24 horas, sumadas las doce del vuelo. Pero Helio Orovio, que iba hacia Berlín, acompañó el largo velorio de mi primer y único viaje a la Unión Soviética. Debajo de nuestro asiento dejamos las cáscaras de diversos temas y personajes en clave de exaltación o en cifrado de maledicencia entretenida.
Recorrí, pasada la medianoche, las calles tranquilas de Moscú. Luces amarillentas que reportaban una visión clara y espectral a la vez. La avenida de Leningrado, que luego seguía siendo Gorki; la plaza de Maiakovski, la de Pushkin: poetas de bronce dueños de los espacios públicos. Más allá las cúpulas de la Plaza Roja…
Contra mi hábito suspicaz de periodista que había aprendido ya a dudar de mucho de cuanto veía u oía, ni averigüé en el hotel Moscú por la escalera de incendios. Al día siguiente, proseguí de noche hacia Leningrado, acurrucado sin despertar en la cámara caliente de un tren. Sobre las siete de la mañana, el viajero recuerda desde la ventanilla los suburbios de la ciudad; árboles de tallo muy fino, como mástiles, y gente que se apresuraba bajo la niebla, con la bufanda al cuello.
El viajero lo confiesa: salvo alguna excepción por urgencias de familia o de amistad, he viajado por encargos profesionales. La estancia en cada ciudad, aunque a veces fuera hasta de un mes, solo se rendía ante las encomiendas de periódicos o revistas en que trabajaba. El viaje a Leningrado fue una visita de formación, de contacto con monumentos y perfiles de la historia. Tras las experiencias en otro país, oyendo otra lengua, ajustándose a platos que a veces agujerean el paladar prestigiado por sabores menos hirientes, más dóciles según el parecer de la costumbre, el periodista está apto para escribir con un conocimiento más abierto, experto, seguro… Para quien escribe y cuenta, viajar es tal vez una manera de vivir.
En Leningrado la historia y el arte parecían conjugarse, ante mi vista interior, como potencias andarinas, tráfico cotidiano por avenidas anchas, estatuas, fragmentos de parques. Luego, el museo del Ermitage. Me detengo ante un original de Fra Angélico… ¿Podré ser a partir de ahora el mismo si el sismógrafo de mi alma tiembla como la mano del señor Parkison? Y sé que no he escrito una frase de utilería. De la historia solo permanecen los espacios, las edificaciones y sus objetos, y también la cronología y las tarjas. Del arte queda todo. Porque es dueño del tiempo. Está sobre lo que pasa, sin pasar como yo he pasado…