Dicen que una mariposa bate alas en Tombuctú y, tras una cadena de derivaciones, se cae un edificio en Vancouver. Bajo el mismo mecanismo, un caricaturista dibuja en Copenhague al profeta Mahoma con una bomba como turbante, y por consecuencia, las tropas alemanas en Afganistán deben cuidarse más las espaldas.
¿Cuál es el paso intermedio? Que días atrás, la canciller federal germana, Angela Merkel, entregó al artista danés Kurt Westergaard un premio, otorgado por una asociación de periodistas, por los dibujos que tanta ira causaron en 2005. «La cuestión es si Westergaard puede publicar en una sociedad occidental sus caricaturas de Mahoma; sí o no», dijo Merkel. Autorrespuesta: «Sí, es lícito».
Dejando a un lado si, por motivos éticos, «se puede o no se puede» tal cosa, bastaría un análisis más cínico, más «pragmático» (para emplear una palabrita más sonora): ¿le aprovechará algo a Alemania premiar a un ofensor del Islam? ¿No es un acicate para que allá en Afganistán, donde Berlín mantiene tropas pese al fuerte rechazo de la población alemana, se incrementen los ataques contra estas?
El ejemplo está a la mano. Aunque la semana pasada cierto pastor floridano retrocedió en su idea de quemar 200 ejemplares del Corán —el libro sagrado del Islam—, algunos extremistas sí le aplicaron gasolina y fósforo. Entonces en Afganistán, donde las tropas de la OTAN recelan de talibanes escondidos incluso en el pan de la merienda, miles de manifestantes enfurecidos lanzaron piedras contra una base militar ¡operada por soldados alemanes!
«Es lícito…». Sí, en efecto; aunque la ley puede servir a propósitos malos, según el caso. La libertad es para ejercerla, pero si el modo en que se ejerce vulnera los sentimientos o creencias de millones de personas, ¿no vale más el respeto a ellas? ¿O hay una urgencia que impele: “si no pasas por encima del otro, si no lo ofendes, estás permitiendo que cercenen tu libertad”? ¿Qué hay de abstenerse un poco de fastidiar al prójimo?
Para algunos, no es desatinado poner en picota a Mahoma o quemar Coranes, pues —aducen— en ciertos países islámicos construir una iglesia es más difícil que sembrar lechuga en la Antártida. La «falta de reciprocidad» es su problema. Sin embargo, para actuar con justicia, no es requisito que el otro también sea más o menos justo. Se es justo con independencia de la actitud que decida asumir aquel. ¿O acaso los triunfadores de la II Guerra Mundial empujaron a las crueles cámaras de gas a los que las inventaron? ¿Hay que esperar siempre por alguien para obrar rectamente?
Por otra parte, habría que ver cuán «auténtico» es el celo de quienes creen que, burlándose públicamente del Islam o incinerando su libro, se alistan en una virtuosa cruzada. Si la mofa fuera un valor imitable, así lo enseñaría el credo tradicional de Occidente. ¡Pero no lo es! Así que, ¿a quién pretenden agradar estos buscapleitos, como no sea a sí mismos y a su fanatismo de secta —como el pastor Jones— o de secularismo irresponsable —como Westergaard—?
Vuelvo brevemente a Alemania, hogar de la mayor comunidad turca de Europa: casi tres millones de personas, muchas de ellas descendientes de quienes ayudaron a levantar el país cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, escaseó la mano de obra. Por práctica, o simplemente por tradición, muchos se consideran musulmanes.¿Por qué, pues, molestarlos, ensalzando al autor de lo que ven como un ultraje?
Además, días atrás, un ex ejecutivo del Banco Central Alemán presentó un libro donde plantea que «los inmigrantes musulmanes cuestan a la sociedad más de lo que aportan, debido a su escasa actividad laboral y a los beneficios sociales que reciben», y los acusó de bajar el coeficiente intelectual del país. Es entendible, pues, que el horno no esté para galletitas.
Abstenerse por respeto —o, incluso, por frío cálculo político— es un sabio modo de actuar y una lección para los extremistas que esperan pretextos. Eso es válido en Vancouver, en Tombuctú y, señora Merkel, ¡también en Berlín…!