Si Cuba no trabaja con ahínco e inteligencia no podrá salir del agujero negro de la inercia, en el cual se entremezclan dogmas, errores e insuficiencias del diseño que hemos trazado de la economía socialista, con los efectos reales de la crisis económica mundial sobre un país pobre y el ensañamiento del bloqueo estadounidense.
Dicho de otra manera: nuestra economía está en alerta preventiva, y el trabajo figura en el colimador de la salvación nacional. Soplan vientos sobre nuestras incapacidades, y especialmente sobre quienes no laboran; también sobre muchos que han sostenido sus puestos de trabajo, a contrapelo de muchos desestímulos en estos años de crisis. Proliferan exhortaciones a la conciencia laboriosa, junto a cuestionamientos sobre la «vagancia en la Isla de Cuba», aunque la solución no obra únicamente en las neuronas, y sí apunte a problemas de raíz del modelo económico.
Claro que esta Isla, y su socialismo, no se salvarán sin el esfuerzo sudoroso y mental de sus hijos. Y la prueba más fehaciente, también la más difícil, es la que sobreviene: aceptar a estas alturas que Cuba ha promovido, con las más benefactoras intenciones de sobreprotección tras el sueño del «pleno empleo», una utilización ineficiente de su principal recurso, el capital humano. Donde bastarían dos o tres, hace mucho tiempo que hay siete soñolientos. Y ahora, nuestra economía está abocada a una reestructuración laboral que, inevitablemente, y aun con todos los paliativos, gradualidades y tratamientos que esgrima, implicará serios recortes en las plantillas estatales, que sobrepasarían el millón de trabajadores.
Transitar de ese estadio permisivo, que tanto nos dañaba, a una utilización eficaz de la fuerza de trabajo, implica mucho más que un recorte unilateral. Primero, porque el propio proceso de racionalización podría fracasar si no lo alimentara el más elevado concepto político, basado en el rigor, el control y el sentido de justicia, en el rasero de la idoneidad. Y segundo, porque esa cualidad positiva de tal reestructuración no sería posible hacerla de ordeno y mando administrativo, centralizadamente, sin la participación democrática de los trabajadores y las organizaciones sindicales y políticas.
Como se ha anunciado, el desinfle de plantillas estatales irá acompañado de una apertura del trabajo por cuenta propia, familiar, cooperativo, arrendamientos y otras figuras económicas no estatales que absorban ese excedente, y estén reguladas por la política fiscal. Ese sector, al fin se reconoce, aligerará las cargas y presiones estatales, al tiempo que promoverá la creatividad y la iniciativa personal, sin tantas trabas. Pero está por verse aún cómo se reconsiderarán y flexibilizarán relaciones ventajosas con el Estado desde el punto de vista del suministro y los insumos, para que no se reproduzcan patrones de abastecimiento satanizados ya por la corrupción, «por la izquierda».
La reducción de la plantilla estatal, aun cuando permitiera mejorar los niveles salariales de quienes permanezcan, no obrará el milagro de la productividad y la eficiencia en la utilización de la fuerza de trabajo, si no se subvierte el tradicional modelo económico tan centralizado, que ata con desestímulos las manos del empresariado y los colectivos para las decisiones en la producción, la distribución y la apropiación de los resultados. Ni los colectivos en Perfeccionamiento Empresarial se han salvado de ese cordón umbilical.
Es cierto que el país tiene serios problemas de liquidez que inciden sobre las posibilidades de muchos cambios estructurales y funcionales, pero aquellos no pueden ser murallas para impedir que vayamos resolviendo el acumulado problema de la escasa horizontalidad y la falta de autonomía de nuestras empresas para incluso acercarse a la Ley de Distribución Socialista y consolidar el pago por resultados, entre otras potestades, aun cuando cumplan con la planificación.
Hay que salvar el trabajo de los embates que ha recibido en estos años. Y ese purgatorio de nuestra palanca más decisiva pasa por descentralizar muchas funciones, y con ellas estímulos por resultados al sujeto económico que sostiene el país: los trabajadores, sus colectivos y jefes. Para que la propiedad sea verdaderamente social, y no se enajene bajo la etiqueta de «estatal». Para que la empresa socialista, la que salvará este país y cumplirá siempre con él, pueda disfrutar palpablemente del resultado de sus esfuerzos, y no fluya verticalmente todo: las decisiones y las ganancias. A fin de cuentas, lo peor sería que nadie sintiera ni padeciera aquello de que «el Estado soy yo».