Hay verdades profundas que se repiten tanto y del mismo modo que a veces no causan la admiración que deberían. Verdades tan cotidianas que necesitan condimentarse con demostraciones serias para que no pierdan brillo y fundamento, ni se conviertan en simple juego de palabras.
Así lo escribo porque aunque es casi imposible derribar esa verdad-templo que afirma que el sistema político cubano es el más democrático del mundo, a algunos —inspirados en la repetición diaria y no en la razón— les faltan tesis y pruebas para defenderla.
Y con unos adversarios ideológicos tan poderosos, que cada segundo apuestan a la blasfemia y la infamia para tragarnos la nación y embarrar nuestro estandarte tricolor, es menester armarse de argumentos sólidos.
Pienso especialmente este domingo de elecciones diáfanas en los más jóvenes, aquellos que las urnas robadas de otro tiempo o el voto cambiado por dos cucharadas de comida pudieran parecerles ya abstracción o película; en aquellos que olvidaron el analfabetismo político de otros lares y tantos fraudes de este mundo, hasta los que encumbraron presidentes.
Pienso en aquellos que hoy, tan acostumbrados a codearse con sus representantes gubernamentales, perdieron la perspectiva de que por ellos mismos comienza el «gobierno de la multitud», esbozado por Platón en la Grecia antigua; y que también por ellos mismos se inicia el «poder del pueblo», definición ateniense de la democracia que sobrevive fulgurante hasta nuestros tiempos.
Y me preocupa que, en el propósito de preparar a esos bisoños para la política, no acudamos con la frecuencia oportuna a nuestras propias leyes, las mismas que refrendan el derecho a la emancipación personal, la libertad de escoger, de decir, de luchar por el bien común.
Hace unos meses, al proponer algunas ideas sobre la Constitución de la República, exponía en JR que es preciso que esta, «junto a otros documentos del Estado y las instancias encargadas de las leyes, no duerman en el escaparate, que salten al día a día, que sean instrumentos verdaderos para edificar una sociedad de calor y luz, no de penumbras y frialdades».
Entre esos textos imprescindibles para armar a los nuevos está también la Ley Electoral, la que nos señala, apuntalando la democracia que «los elegidos pueden ser revocados de sus cargos en cualquier momento» por los propios electores; o que «cada ciudadano, con capacidad legal para ello tiene derecho a: elegir y resultar elegido (…) votar en los referendos que sean convocados; estar inscripto en el Registro de Electores del municipio donde radique su domicilio; presenciar los escrutinios en los colegios electorales».
Esa ley nos dice que la inscripción de los electores es automática y gratuita, no pueden existir campañas políticas, no hay postulaciones a través del Partido sino directas mediante asambleas de vecinos, no hay discriminaciones ni ventajas, que el candidato para ser elegido debe alcanzar más del 50 por ciento de los votos válidos, que «en cada municipio, hasta un 50 ciento del total de candidatos a Delegados a la Asamblea Provincial y de candidatos a Diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular podrán seleccionarse de entre los Delegados a la Asamblea Municipal del Poder Popular».
El espíritu de esa y otras leyes hay que mantenerlo vivo, más allá de procesos eleccionarios; siempre existirán canales y vías: desde un tabloide, un curso televisivo hasta un conversatorio entre pupitres. Si tal espíritu desapareciera se despeñaría nuestra verdad y empezaría a agrietarse nuestra democracia.