A pesar de ser un país obligado por EE.UU. y sus aliados a hundirse en guerra desde hace nueve años, la mayor preocupación de Afganistán no es el conflicto, ni la inseguridad que genera. Para quienes habitan la empobrecida nación, tampoco ocupan el primer lugar, el desempleo o la pobreza generalizada. Lo que en realidad les quita el sueño es la corrupción.
Un reciente informe de la oficina de Crimen y Drogas de Naciones Unidas (UNODC) revela cuán grave es la situación. Los resultados del estudio, realizado entre 7 600 personas de 12 capitales de provincias y más de 1 600 pueblos de todo el país, arrojaron que los afganos pagaron unos 2 500 millones de dólares en sobornos durante 2009. La exorbitante cifra supone una cantidad equivalente a un cuarto del PIB de la nación. Pero, esencialmente, se trata un obstáculo para el desarrollo y la credibilidad de las autoridades... Aunque, si Hamid Karzai —el títere de Washington— llegó al poder a través de un proceso a todas luces fraudulento, qué se podrá esperar del resto de las estructuras de poder.
El trabajo de la UNODC explicó que el promedio de los sobornos fue de 160 dólares, poco menos de la mitad del salario anual promedio en ese país, que es 425 dólares. Solo el año pasado, más de la mitad de la población tuvo que pagar, al menos una vez, a algún funcionario del gobierno.
La mayoría de los pagos fueron hechos a la policía, jueces y políticos. No obstante, las organizaciones internacionales y las ONG también fueron señaladas como corruptas por parte de los entrevistados. Algunos señalaron que estaban en el país «solo para hacerse ricos». ¿Se imaginan que hasta los supuestos «salvadores» extorsionen a los afganos a cambio de su «ayuda»?
Para completar el dramático panorama, la extendida e impune corrupción, a pesar de la guerra, o tal vez a causa de ella, contribuye al tráfico de drogas y terrorismo en Afganistán. No es casual que a partir de 2001 —precisamente cuando inició la cruzada de Mr. Bush contra el terrorismo— la nación centroasiática comenzó a escalar en la producción de opio. Hoy, de esas tierras ocupadas y vilipendiadas, donde se supone que los miles de soldados extranjeros —la mayoría de EE.UU.— mantengan el orden, sale el 90 por ciento del opio que consume todo el planeta. ¡Un negociazo!
Otros datos también explican por qué, a pesar de las bombas, de los cacheos diarios por parte de soldados armados hasta los dientes, no es la inseguridad lo que más preocupa a los afganos, sino la experiencia cotidiana de deshonestidad pública que corroe todo el tejido social.
Según trascendió, en el 56 por ciento de los casos, la exigencia de un pago ilícito era explícita por parte de los funcionarios, y, en tres de cada cuatro ocasiones el soborno fue hecho en efectivo.
«Los afganos aseguraron que era imposible obtener un servicio público sin pagar un soborno», explicó Antonio María Costa, jefe de la UNODC, citado por la BBC.
«Este es un impuesto agobiante para una de las poblaciones más pobres del mundo», acotó. Pero tal vez, lo peor, es que uno de cada tres ciudadanos cree que esa es la norma, que no hay otra salida. Esa es la razón por la que se concretan tan pocas denuncias.
El descrédito de todos y de todo subyace en lo cotidiano. Mientras, para los políticos occidentales la solución de la nación centro asiática pasa por el envío de más tropas. ¿Será que no se leen los informes de la ONU?