Los niños de enero de 1959 no tuvimos mejor regalo de Reyes que el tropel de barbudos victoriosos descendiendo de la Sierra Maestra, con el futuro colgándoles de las melenas y los collares de Santa Juana.
Aquellos héroes, que días después coleccionaríamos en postalitas del Álbum de la Libertad, venían montaraces a cambiarlo todo de una vez. Sus insignias eran esa «pentarquía» de la redención, que todo muchacho reverenciaba en sus juegos: Fidel, el Che, Raúl, Camilo y Almeida.
Entre esos cinco íconos que barrieron con Hopalong Cassidy y Superman en nuestro santuario de proezas, Almeida era la irrupción de la Cuba negra y sufrida. Un albañil de rumba de cajón, de solar y bateas, que levantó paredes ajenas en más de un sitio distinguido de La Habana. Un humilde que supo descubrir, con la plomada de la justicia, las desviaciones y asimetrías tan acentuadas del edificio seudorrepublicano.
Del Almeida institucional que sobrevino al arrestado comandante guerrillero, con grandes responsabilidades en los destinos del país después del 59, siempre me sorprendió su parquedad pública, sus silencios generosos con la locuacidad ajena. Quizá los cubanos no recuerden nunca a Almeida por su voz. Pero algún día la Historia abrirá las compuertas, y revelará cuántos trillos abrió en la paz, y qué de complejidades enfrentó con rectitud, por ejemplo, al frente del Comité de Control y Revisión del Partido Comunista de Cuba.
Sencillamente, uno descubre al final que era el mismo albañil de entonces, ahora erigiendo los cimientos de la obra mayor, siempre en medio de agonías y dificultades. Albañil a fin de cuentas, concentrado en «resanar» y «darle el fino» a la arquitectura revolucionaria, con la misma humildad.
Del pedestal y la gravedad con que algunos suelen concebir a los hombres de combate y de Estado, Almeida se encargó de apearse, allí en la sensibilidad popular. Para desmentir su aparente parquedad, quedarán sus canciones —guaracheras con el traguito, cantinerito; o amorosas, delicadamente amorosas. Hasta desgarradoras entre el amor y el deber como aquella despedida a La Lupe. Están sus poemas y testimonios, hechos con la premura del combatiente, en los intersticios sublimes que todo mortal lleva adentro.
Con su vida nos dijo más de lo que imaginamos. Pero hubo seis palabras suyas que valen por ríos de discursos. Tres días después del desembarco del Granma, en el bautismo de fuego cruzado con el ejército batistiano en Alegría de Pío, una voz se superpuso a las detonaciones, y con la coletilla de una palabrota testicular, sentenció para siempre: ¡Aquí no se rinde nadie… C…!
Durante años, y ante la ausencia temprana de Camilo para aclararlo, la confusión histórica le adjudicaba al «Señor de la Vanguardia» la expresión viril. Hasta un día en que Raúl despejó el equívoco e hizo justicia públicamente a Almeida. Este sencillo constructor, con la modestia de quien no erige nada para la posteridad, nunca fue capaz de reclamar la autoría, ante la gloria de su hermano de batalla. Eso, es ser hombre y leal.
Las seis palabras, desde entonces, han irradiado la resistencia de los cubanos. Son como la contraseña de nuestro destino. Y hoy no solo tenemos que esgrimirlas ante las acechanzas exteriores; sino en otros combates que librar hacia adentro, para enderezar ciertas columnas torcidas, con la plomada de aquel albañil.