Hace 13 años leí en un periódico de este país un interesante comentario que alertaba sobre la tendencia de algunos individuos de orinar en lugares públicos con los pretextos de las fiestas carnavalescas o con las excusas que proporciona el acto de ingerir unas ¿cervezas? en tiempos calurosos.
Desde entonces he visto otras advertencias por los medios de comunicación. Pero ese estilo de hacer necesidades menores en cualquier sitio no parece haber disminuido; en todo caso luce multiplicado en algunos individuos, como si fuera una rutina sin pecado y sin culpas.
Y si aquel artículo hablaba, sobre todo, de las épocas de carnavales —en las que diferentes terrenos públicos amanecían con hedor— hoy puede asegurarse que no es necesario culpar a la cerveza o a la fiesta de tales actos, que tanto afectan e infectan.
Hoy casi ha pasado a ser un hecho diario que determinados puntos de pueblos y ciudades soporten a diario el «riego fisiológico» de algunos sin que pase nada, sin una medida que corte tal práctica.
Lo execrable es que varios de esos sitios públicos en los que imperan tales actos impudentes a veces se ven «atacados» a pleno sol, algo imposible de justificar ni con los apremios biológicos.
Del otro lado, pudiera esgrimirse que en ciudades enteras no existe un solo baño público, ni para el apurado ni para el forastero, y esas carencias conducen al desahogo inevitable de los individuos.
Sin embargo —insuficiencias aparte— lo que ha de preocupar en primer orden es esa tolerancia colectiva, por la que se filtra y se expande sin complicaciones la indisciplina social, un término nada abstracto, como algunos creen. La indisciplina social es también favorecer la actitud de «me da lo mismo» o «que hagan lo que quieran», vigente en algunos.
Lo que inquieta en verdad —mientras se construyen esos necesarios baños públicos— es que el pudor, del que tanto nos hablaban nuestros padres y abuelos, se va extinguiendo con tales resignaciones, golpeadoras de la moral y la conciencia.
No se trata de puritanismo. Antes, cuando en hipótesis la educación y el civismo no campeaban en nuestra cotidianidad, era muy difícil que un jardín céntrico amaneciera herido por ataques de ese tipo. Y antes era casi imposible ver a alguien a plena luz del sol haciendo de cualquier pared un retrete abierto.
Por eso no basta ya con exhortaciones como aquella del periodista de «hacerlo en casa», ni serían suficientes incontables reportajes sobre la decencia, el respeto a la propiedad ajena y las mejores maneras.
Como mismo se ha emprendido una plausible campaña por rescatar el buen vestir y eliminar una «descamisación» que enfilaba hacia la desfachatez —de la cual habló este periódico hace meses—, es preciso implementar mecanismos persuasivos y coercitivos que contrarresten los actos vinculados a la desvergüenza. ¿Cuántas multas se habrán aplicado a esos impúdicos? Parecen pocas o que no han hecho efecto.
Es preciso colocar en nuestras cabeceras sociales aquella frase del francés Víctor Hugo: «El pudor es la epidermis del alma».