—A ver, amiguito, dime a quién pertenecen estos versos: «¡Vaya la niña divina!”/ Dice el padre, y le da un beso:/ Vaya mi pájaro preso/ A buscarme arena fina».
—¡Son Los zapaticos de rosa!
—Sí, sí, pero ¿quién es el autor?
—Mmm, ¡Dora Alonso!
Nada menos que «Dora Alonso». Y claro, seguramente Julio Verne escribió El Principito. Me asombró. Era un niño de quinto grado, y los versos de marras se enseñan desde el círculo infantil, en cada uno de los cuales existe un busto del eminente cubano que los compuso.
Pero no es lo único que vi en aquella competencia televisada, en la que después de dar cuatro brincos, tirar dos pelotas y correr hacia la meta, el ganador tenía que responder preguntas complementarias. Este es otro caso:
—¿Cómo le decían a Antonio Maceo: el León de Oriente o el Titán de Bronce?
—¡El León de Oriente!
Y así por el estilo:
—¿Quién es el Padre de la Patria?
—Martí...
—¿Y cuánto es 10 por 10, entre 10, más 10?
—Mmm...Ahora no sé...
Tantos «mmm...» me hicieron recordar un programa televisivo de los años 80. Se llamaba ¡A jugar!, y en él, muchachos de quinto y sexto grado con pulóveres numerados escuchaban por el altavoz una operación matemática, calculaban en escasos segundos, y si el resultado correspondía con el número asignado, ¡zaz!, había que volar y subirse a un podio. La cosa era llegar primero, con la cifra correcta, desde luego.
Vale decir que las cuentas no eran tan risiblemente simples como 10x10/10+10. Y que la autoría real de los versos «de Dora Alonso» era archirreconocida por cualquier «diplomado» de preescolar. ¡Cuánto más por uno de 10 u 11 años!
Sin disfraces entonces: ¿Qué está ocurriendo? ¿Cómo darle cabida entre los sesos al triste hecho de que algunos menores —aunque se demuestre que son una ínfima parte no dejan de preocupar las anécdotas— ignoran detalles elementales de nuestra historia y de nuestra literatura, o al menos trastabillan para reconocerlas?
Hay que echarle una mirada, por supuesto, al hogar, invadido cada día por más CD y DVD, y menos libros, y donde cualquier tontería —que no todo es trabajo durante 24 horas— resta tiempo a los adultos para sentarse con sus hijos a hojear páginas buenas y hablar de cómo los griegos, los moros y los hindúes construían sus casas, de cuánto bien le hizo a su patria el cura Hidalgo, y también para informarle que la adorable narradora de El Cochero Azul no tuvo nada que ver con la escena en que una niña de buen corazón encontró a una mujer pobre cuya hija enferma lloraba en un cuarto oscuro, y le obsequió sus zapatos.
Hago ahora un giro enfático hacia la escuela. Casi preferiría guardar silencio, porque no entiendo, estoy atónito... Se sobreentiende que, para participar en una competencia de conocimientos, se elige a los muchachos más destacados, a los más amigos del estudio, de la lectura... ¿Han sido estos ejemplos el caso? Si la respuesta es afirmativa, ¡corramos entonces!, porque ¿qué queda para los demás?
Entendámoslo bien: un niño no es culpable por no saber; al contrario, siempre está ávido de aprender, de remover cada piedra, de zambullirse en todos los ríos. Son otros quienes deben enseñarle, y hacerlo correctamente, con todo el tiempo y la paciencia del mundo. Y por supuesto, para ello, uno mismo tiene que estar instruido. No hablo de ser un Nobel, ¡pero algunos conejos debe tener el mago en su sombrero!
Solo cuando no tiene ninguno, puede suceder que sus pupilos le atribuyan erróneamente a Dora Alonso aquella historia en octosílabos de una niña que paseaba por la arena fina...