La muchacha se desgargantaba cantando a capela aquella hermosa canción de Silvio: «Se está arrimando un día de sol, un día de duendes en añejo...», pero solo dos o tres la atendían.
Mientras la voz de la solista se esparcía por los aires, muchos de los asistentes a la «actividad» —todos mayores de edad— se dedicaban a contarse los últimos chismes, a hablar del fildeo de Fulano el día anterior o de la maldad de cierto personaje novelero. Algunos, incluso, ensayaban jueguitos de manos con sus respectivas risitas.
La cantante invitada terminó: «...me escarba simple de escarbar, como para que se hunda más, el día feliz que está llegando». Dijo «gracias», y entonces vino el aplauso de aquellos que habían permanecido totalmente ajenos a la melodía. Un acto hipócrita, de puro cumplido.
Tal vez nadie se alarmó aquel día con la desatención colectiva a la intérprete aficionada; pero antes ya había sucedido igual en ese mismo lugar, en el que suele congregarse el «colectivo» para los matutinos. Habían sido invitados dúos, tríos, bailarinas, alumnos de escuelas artísticas y, con todo, el «relajito» —mayor o menor— nunca faltó.
Tal vez no haya que encender una sirena nacional por la rutina de ese sitio. Tal vez. Lo que sucede es que esa incorrección —ese «no es conmigo» en los actos, matutinos, actividades patrióticas o culturales— se ha multiplicado en no pocas personas a lo largo de nuestra geografía.
Y se supone que en un país en el que abundan las galas por conmemoraciones históricas, los homenajes a héroes de la nación, las celebraciones ligadas a manifestaciones artísticas exista una «cultura de actos».
Se supone además que en Cuba, cuyas aspiraciones vinculadas con la cultura rozan el cielo, ya estemos acostumbrados a guardar silencio o a enseñar respeto ante el arte que procure mostrarnos alguien, aunque no nos complazca.
Y no es que nos quedemos como estatuas ni que dejemos de susurrarle un comentario mínimo al compañero de al lado. Lo que no debe suceder es que mientras alguien nos cante en una conmemoración le gritemos al de atrás, a todo pulmón, por ejemplo: «Juan, ¿me sacaste el almuerzo de hoy?».
Al final, todo pasa por el tamiz de la mil veces mencionada educación, aquella que nos repasa que la cortesía debe ser hábito, no circunstancia; ha de ser práctica, jamás coyuntura.
De pequeño recuerdo la sentencia medio severa de padres y abuelos: «Cuando los mayores están hablando, los demás (los menores) se callan», y otra de aquellos maestros que en los vespertinos generales de los viernes en la escuela nos alertaban antes que alguien declamara una poesía: «No puede entrar una mosca en esas bocas», y uno hacía silencio y reverenciaba al compañero de clases. Y lo aplaudía porque lo había escuchado de punta a cabo, sin chistar y sin jugar a las casitas.
No sé cómo sucederá ahora; pero en ocasiones se echan de menos esas cosas, aunque aquellos métodos fueran drásticos o incorrectos. Al menos en ese aspecto, ante la palabra o el verso de otros uno decía inconscientemente: «¡Sí, es conmigo!».