Alemania quedó conmocionada esta semana por un adolescente de 17 años que salió de la casa armado y mató a 15 personas, la mayoría ex condiscípulos y profesores de la escuela a la que asistía, para terminar suicidándose, acosado por una persecución policial que los medios del llamado mundo libre reportaron minuto a minuto con la morbosa delectación de un siniestro reality show.
Incidentes similares se registran con sintomática frecuencia en sociedades opulentas, y entre las que descuella Estados Unidos por su altísimo índice de manifestación, todo un perverso paradigma.
En el caso del jovencito alemán, agencias noticiosas, periódicos y televisoras fueron muy pródigas en escarbar antecedentes del sujeto al estilo de un culebrón que solo saca a flote apenas la punta de problemas sistémicos muy profundos, mostraron los malestares, pero eludieron el fondo de la epidemia de violencia.
Sí puede entreverse un patrón de conducta bastante común en casi todos esos episodios: un desesperado afán de conseguir notoriedad pública al precio que sea, exterminando vidas sin compasión alguna como regla general. Ya lo había anunciado antes por la Internet con patética certeza: «mañana sabrán de mí»... «sin foto no hay historia».
Psicólogos, sociólogos, educadores, economistas y quién sabe cuántos especialistas más deben estar dirigiendo hoy miradas angulares a estos alarmantes fenómenos para tratar de explicarlos. Pero en cualquier caso nunca podrán apartarse de un juicio en torno al sistema de ideologías, valores y sobre todo modelos que en cada una de esas sociedades propagan día tras día aparatos mediáticos engrasados con eficaz organicidad.
Si nos fijamos con atención en las tramas que construye la poderosa industria audiovisual estadounidense, probablemente el insulto que más se profiere sea el de «perdedor», tal vez llevándole un enorme trecho al de asesino, ladrón, corruptor, pedófilo y otros muchos que describen comportamientos verdaderamente execrables.
Tal parece que se intenta convencer de que los seres humanos nada más se dividen en dos categorías excluyentes, la de los triunfadores y los perdedores. A partir de semejante premisa las diferencias entre ricos y pobres, explotadores y explotados, invasores e invadidos, deberían quedar reducidas a meras retóricas, y los antagonismos de clases sociales a una diabólica invención comunista.
Bajo ese prisma, triunfadores son los políticos demagógicos que llegan al poder y se enriquecen, los empresarios que levantan emporios a costa de trabajadores saqueados y ejércitos de desempleados, los millonarios cuyos derroches y costosas extravagancias se glorifican con injustificada simpatía, los que disfrutan del ferviente favor de las pantallas y las llamadas revistas del corazón que cubren la inauguración de mansiones suntuosas y otros tantos actos de vanidosa ostentación.
Los perdedores son los demás, la clase obrera, el trabajador del campo, los inmigrantes provenientes del llamado Tercer Mundo y los que quedaron allí sumergidos, y por supuesto todos los que permanecen en el despreciado anonimato, aunque se trate de personas realizadas humana y socialmente, que han dado a su vida un hermoso sentido. Ellos y ellos no merecen siquiera mencionarse.
Cómo extrañarse entonces que enfermizos sedientos de algo tan voluble y artificioso como puede ser la fama por la fama misma, o al menos algunos minutos de gloriosa visibilidad pública, hagan lo que sea para arrebatar una migaja de triunfador, como si la felicidad dependiera de dar rienda suelta a la egolatría banal.
Y para llevar a cabo tan extremo despropósito, ahí están en casa, a la mano, los instrumentos de la violencia, las armas que fabrican, venden y cuyo comercio libre y diseminador amparan con legislaciones importantes segmentos de triunfadores para consumo de los perdedores.