No era una deidad perfecta, ni la princesa resbalada de un cuento de hadas. Pero tenía tantas virtudes que bien podía comparársele con una diosa terrenal, de esas que hechizan a cualquiera.
Era diputada, miembro del Consejo de Estado, del Comité Central del Partido; sostén y brazo para un líder que parecía trabajar más horas de las que caben en un reloj de arena. Fue —hecho ya extraordinario— la primera guerrillera de Cuba, merecedora del epíteto no siempre entendido de Heroína de la Sierra y del Llano.
Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley, esa mujer que partió a la sobrevida el 11 de enero de 1980, perfectamente hubiera podido, como dicen ciertos cubanos, creerse cosas. Y, sin embargo, jamás le subió un humillo de vanagloria a la cabeza, ni miró por encima del hombro a un semejante, ni se ahogó en el mar de tiempo que implicaban sus responsabilidades.
Si hoy, en la remembranza tierna de la Flor, nos hinca una conclusión irresistible es que, evidentemente, este país necesita más Celias, más personas que piensen y obren como ella, más ciudadanos que vivan sin olvidar sus raíces.
Necesitamos, sin intentar calcos absurdos, más individuos que procuren la humildad a toda costa y no se endiosen por la aparente prerrogativa de un puesto o por la anchura de un título académico.
La urgencia de otras Celias nos salta ahora, haciendo rápida retrospectiva, cuando chocamos con el que subió y no tiene espacio en su agenda ni en su oficina encristalada para «el de abajo», cuando topamos con una secretaria buscadora de obstáculos y de evasivas que le sirven como fugas al jefe, cuando algunos con la chapa estatal nos pasan por la parada cien veces sin virar el cuello.
La necesidad de otras flores como ella nos punza ahora cuando comprobamos que hay un grupo no despreciable de «pragmáticos» que se desbocan por los oropeles y las marcas; y ven como arcaísmos los helechos, las palmas, las orquídeas, las montañas verdes y las mariposas.
¿Cómo es posible que Celia, tan abrumada de trabajo, siempre tuviera tiempo para la llamada en la madrugada, para guardar el papelito que serviría como testimonio histórico, para resolver la queja planteada por un campesino de algún remoto paisaje? ¿Y cómo es posible que no perdiera el ánimo sabiendo que a poco se extinguiría por la enfermedad pulmonar?
Indefectiblemente tenemos que mirar su cuna y su educación familiar. Su padre, Manuel Sánchez, fervoroso martiano y cespedista, fue quien le enseñó a amar al límite a la historia y a la patria, a cultivar la sencillez y la virtud.
A veces, al percatarnos de que alguien bueno torció el camino, obviamos que por el hogar comienza todo.
Este domingo, aquella criatura que se tragó un frasquito de cristal a los cuatro años, que enfermó de fiebre psicológica cuando murió la madre, aquella bromista y ocurrente, capaz de dolerse por la herida de una palma, nos llega como estrella necesaria. Y no viene en un manto divino, le basta presentarse como flor, gaviota, o simplemente... Celia.