Con los mismos recursos podemos hacer lo bueno y también lo malo. ¿Y dónde radicaría la diferencia? ¿En la calidad de ambos objetos? Sí, me parece. Pero sobre todo en el costo moral, en el deterioro de la cultura del trabajo y en el alejamiento constante del progreso. Eso dicho así, un tanto de sopetón y en el aire. Pero el problema existe. Y aunque lo ocultemos, respira, contamina, y sus raíces van alargándose hasta levantar las aceras de la conciencia. Como esos árboles sin frutos, que dice un viejo poema.
Me doy cuenta de que nadie se asombra por lo dicho: es verdad conocida. Y entonces preguntaría uno: y si lo sabemos, por qué insistimos en olvidar que el trabajo no es solo un acto rutinario, una especie de abrevadero adonde hemos de asistir para aparentar que hacemos bien lo que hacemos mal, teniendo medios para inclinarnos hacia lo mejor. Algunos dirán que falta educación económica, trabajo ideológico. Y otros, que creen que el Hombre también vive de pan, porque de carne con apetitos y aspiraciones está hecho, dirán que el trabajo requiere —y por ahora carece— de una organización capaz de estimular al trabajador.
No creo decir un disparate. Pero hay voluntades —ponga usted los nombres— interesadas en que el trabajo esté por debajo de las posibilidades de volumen y cualidad, y siga desgastándose en pocos resultados y gastando recursos, a veces tan costosos y escasos. O qué, vamos también a decir que el mal trabajo se alfombra de excelencias. Si fuera así, de qué nos quejamos.
Por supuesto, las mejores ideas y los actos mejores, que intentan quitarle al socialismo su estigma de ineficiente e inhábil para estimular el trabajo, han inspirado medidas primordiales como el pago por rendimiento, que parece ser una fuerza apta para espolear la conquista de superiores resultados, estableciendo a la vez la verdadera justicia de pagar más a quien mejor trabaje.
Pero el proceso de reajuste en las empresas parece cojear, se retarda. Porque cambiar, sustituir la cómoda postura de que las cosas fluyan como hasta ahora, sin exigir mayores preocupaciones, sin rendir excesivas cuentas, se impone como un acto de abnegación impostergable que algunos se resisten a aceptar. ¡Uf, pago por rendimiento! Al diablo. Porque, mire usted, exige la seriedad, el control, la atención, la inquietud de un verdadero propietario de los medios de producción. ¿Y se sienten acaso cuadros y especialistas dueños de los bienes que administran? Bueno, si para los trabajadores, o al menos para una porción, el concepto de propiedad social es un sentimiento muy escurridizo, también parece serlo para ciertos directivos, que ordenan, incluso mandan, sí, pero sin tanto sudor porque, al fin y al cabo, qué cambia en sus vidas si el trabajo consigue malos números.
Ha ocurrido lo que nunca debió pasar: que las actitudes burocráticas —ese ver las cosas como «creo que son» y no como son— dicten de vez en cuando la conducta. Y así, a veces suele preocupar más el automóvil que nos mueve entre la casa, la oficina y otros sitios, que la eficiencia, la eficacia y la efectividad de la empresa. Modestamente repito que no creo estar diciendo un disparate, ni afirmando un criterio que no pueda ser confirmado. Por lo visto, habrá también que aplicar el método de pago por rendimiento a cuantos dirigen y regulan el trabajo.
El país necesita quebrantar esa paz que justifica «estar en paz» mientras nos apretamos entre las apariencias, desentendiéndonos de lo básico, para rodar placenteramente sobre los carriles rectos de la superficialidad, que por momentos usa recursos, destinados a lo bueno, para lo malo, es decir, trabaja sin interés.
Vengamos a ser prácticos: el trabajo hoy y ayer, en Cuba no puede ser solo el cumplimiento de una norma ética, patriótica; se define, además de por su compromiso moral, como una necesidad que nos ha de hacer comer y vestir en justicia y honradez. Claramente, nadie tiene derecho a apoltronarse. Porque aparte de la culpa contraída con la sociedad por tanta indiferencia, esa comodidad tan defendida se arriesga a perder el sillón, que se cansará un día de soportar tanto peso... inútil.