Un acercamiento crítico a Bla, bla, bla, una de las exposiciones de artes plásticas más polémicas de los últimos tiempos.
Ahora que el otoño comienza a desprender las hojas, el verde que brilla todo el año se hace menos intenso y la ciudad acoge una especie de mesura y de introspección, vale repensar el verano, esos meses exultantes cuando todo salta y todo bulle. Aunque no faltaron exposiciones interesantes en La Habana, una hizo la alharaca y la confrontación de los devotos a la escena plástica cubana: Bla, bla, bla, muestra de un cuarteto de jóvenes pintores (tres de ellos graduados del ISA y el cuarto, aún estudiante), que acaba de cerrar ayer, en la galería Servando, del Vedado.
Tanto se ha discutido sobre Bla, bla, bla —haciéndole, los polemistas, un congruente homenaje al propio título de la exposición— que el magazín Noticias de Artecubano publicará próximamente una sugestiva controversia entre dos jóvenes críticos, quienes, espero, tendrán el tino de polemizar con altura y no de discutir sin ella. Uno de los polemistas, el propio curador: Píter Ortega, quien ha comandado algunas de las exhibiciones más inquietantes de los últimos tiempos. Aunque su recordada La revancha fue más rollo que película (la idea era atractiva, pero las obras dejaban mucho que desear, y que opinar sobre la crítica cubana), nadie negará el impacto en el público —más que todo en el más joven— de muestras como ...topías, sobre la producción videográfica de las promociones más recientes, o ahora, Bla, bla, bla.
¿Dónde reside la peculiaridad de esta exposición, que tiene hace semanas a todo el mundo discutiendo sobre plástica, el sentido y el rumbo del arte cubano? Creo que, básicamente, en la licencia del juego pictórico con que los cuatro creadores deciden renunciar al trascendentalismo de cierto arte de tiempos cercanos, y encomendarse al disfrute del valor de la pintura misma, sin las pretensiones de esos artistas que intentan cifrar, en cada cuadro, un tratado filosófico o antropológico, a desanudar por cierta semiótica de almacén.
Bla, bla, bla, título que parece propio de la última fusión loca de Edesio Alejandro, nada tiene, en el fondo, de mero parloteo. Bla, bla, bla dice muchísimas cosas. Nos dice, de entrada, que algo cambió en la sensibilidad artística del moroso sistema plástico cubano de los años más recientes. A pesar de su juventud, los expositores habían aparecido ya, con propuestas similares, en otros espacios de la ciudad, pero, indudablemente, el prestigio de una gran galería, que combina de modo armónico lo comercial con lo promocional, acaba de legitimar aquello que antes fuera mero brote, accidente, amago. Nada existe de nocivo en ello: la institución es la institución, y no hay que mirar al mercado con recelo, sino saber interceptarlo con profesionalidad.
Bla, bla, bla indica un nuevo giro pictórico en las coordenadas culturales de la expresión artística cubana. Ergo: S.O.S historiógrafos; Ojo, pinta, teóricos de la cultura: aquí están las claves para entender el nuevo imaginario creativo de un sujeto artístico que no se corresponde ya, ni siquiera, con el patrón o el perfil que dibujó en el aire la crítica hegemónica durante los años 90.
De alguna manera, estos pintores no son ajenos a la devoción por el paradigma estético; de hecho, el gesto pictórico, el brochazo, el olor de la pintura, el grosor de la materia a que invita la espátula, la mancha que configura como pudiera representar el ideal descriptivo, son los resortes que importan. Uno de los expositores llega a mezclar, no sin fruición, cera, óleo, pastel. Los cuatro (co)responden a una libertad que disfrutan en cada centímetro del cuadro y que gritan a los cuatro vientos: el gozo de pintar; la sabrosura que implica pintar pasando de todo, sin ataduras, sin demasiados preceptos estéticos o preconceptos a «demostrar», a «evidenciar», a «verificar».
La monumentalidad de los formatos habla por esta anchura de la mirada, por este ánimo de expansión, donde no asoma la menor represión. Los cuadros no quieren decir nada; apenas dicen: Esta es mi pintura, puede que sea buena; relájate y gózala. O sea, el paradigma estético no deja de estar, para nada, pero ya no se encuentra sometido a los subterfugios de sentido que todavía ayer pretendían clonar el ademán crítico venido de los 80. Clonar, escamotear, cifrar, metamorfosear: No. Estos pintores están hartos del comentario, de la coyuntura, de la remisión. Hay que divertirse con la experiencia tremenda de pintar en libertad.
De forma que el neoexpresionismo consumado por todos no viene a reciclar, en las actuales circunstancias, «el drama del hombre», genealogía que partiera de la vanguardia histórica y que se travistiera una y otra vez a lo largo de un siglo. De drama, nada. Quizá el único indicio acerca de que algo gordo está sucediendo en el mundo radique en el hecho mismo del gesto neoexpresionista: ¿Por qué tanto expresionismo? ¿No existe, en cualquier caso, un nuevo ánimo de protesta contra el mundo, cuando se dice de forma categórica: Aquí está mi pintura, la cual, adustos académicos, pasa de todo? Pudiera ser; pero las obras no tematizan a la manera usual.
Únicamente en uno de ellos, el excelente y personal Alejandro Campíns —quien consigue, a estas alturas, darle una vuelta de tuerca insospechada al transitado expresionismo— se mantiene un rictus, un mohín irónico, una especie de sarcasmo grueso, tan grueso como su pincelada y su textura. Estos muchachos tienen la gracia de hacer, a un tiempo, pintura «mala» y buena: el legado de la bad painting se vuelve aquí «buena pintura», lo escatológico se estiliza de un modo raro y descolocador.
Simpatía, acrílico de Michel Pérez. En el caso de Michel Pérez (alias El Pollo), la saudade por la infancia como jaliscopark perdido, atraviesa los suficientes mecanismos de reconversión estética como para alejarse del retrato del trauma o de la confesión dramáticamente afectada, o del psicoanálisis de servilleta. La apropiación pictórica del juguete —que era ya un embozo, una máscara— difiere la ansiedad del referente, y convierte a las piezas en un juego de trasvase morfológico, en un ejercicio de densidad cultural, intergenérico (la plastilina, la fotografía, la pintura), donde la magnificación del objeto a lo Oldenburg, el cinismo profanador de Warhol, y diferentes exponentes del arte asiático, se cruzan en un pastiche que, Jameson mediante, se comporta, efectivamente, como una estatua ciega. ¿Hay ternura, ironía, puerilidad, o parodia en estas obras? ¿Y por qué no? ¿No pudiera estar todo a un tiempo?
Noche en Karelia, obra en cera, óleo, acrílico y pastel, de Niels Jenry Reyes. Niels Jenry Reyes, en tanto, nos convoca al reino de la androginia: la ambivalencia (hay más ambivalencia que ambigüedad) de la pubertad asexuada, o sobresexuada, donde la «orientación» funciona como una convención que muta a cada minuto, visita también la idea de las edades (¿son niños, adolescentes, adultos retenidos en un tiempo de hibernación que no acaba nunca?), y sitúa la pintura en un territorio de zozobra sexual, vivencial, cultural, donde el espectador apenas deambula sin la menor certeza. ¿Los personajes comparten el deseo, el vampirismo (¡esos labios almodovarianos!), la ternura; o las tres cosas?
Hasta llegar a la desfachatez de esas fresas silvestres pintadas por Orestes Hernández —fresas no precisamente bergmanianas—, en las cuales parece confluir y hundirse la posibilidad de lo humano. ¿Qué «nos dice» una pieza como esta, bajo el sardónico título de Qué manera de quererte? ¿Mero rejuego formal con el kitsch o el camp? ¿La apariencia de un mundo rosa sirve de alcantarilla a la inmersión de lo humano? Bah, eso sería bla, bla, bla, en medio de la risotada de la serialización pop. Son piezas que se burlan de la menor construcción del sentido, y que se fugan a existir en sus libertades artísticas, lejos de las casillas que nos gustan a los críticos.
Tomás Esson, el neoexpresionismo estadounidense —con Basquiat y Schnabel a la cabeza—, la transvanguardia italiana, el imperio de los mangas, la superchería mediática, el kitsch que se expresa y goza (sin complejos) su algarabía, son fuentes culturales que nutren, desordenadamente, esta nueva pintura de la sensación y el impacto sin efectismo.
El árbol genealógico lo podemos precisar sin el menor problema, pero al final, ellos no se parecen a nadie. Hacen una pintura nueva, distinta a todo el horizonte del arte cubano de este minuto, y comparten, de un modo descomplicado, su grandilocuencia no pretenciosa. Ellos son unos gozadores, y hacen una pintura sin demasiados antecedentes entre nosotros. Si algo «nos dice» el cuarteto de resbalosos, fuera de la posible parodia a la retórica hueca, pudiera ser esto: Ya estamos cansados de la semiótica de serpentina, según la cual esto quiere decir esto y aquello quiere decir aquello. No más.
Tampoco piense nadie que la algarabía suscitada por «la exposición del verano» se convertirá, ni con mucho, en norma; en la nueva norma. La decidida diversidad del arte cubano lo impide de forma resuelta. La tradición de vanguardia de nuestro arte se ha vuelto antinormativa por naturaleza. Este tipo de trabajo, iconoclasta y desconocedor de la resonancia última del concepto, no hará sino convivir con decenas de otras propuestas —sobre todo videográficas— donde el pulso y el nervio de la realidad se afanan de una manera determinante.
Es bueno que coexistan todas estas posibilidades, porque un sistema cultural necesita de muchos tonos, no de la homología. Entretanto, los muchachos quieren divertirse y renuncian a la menor rimbombancia del discurso. Mientras ellos se divierten, la ciudad no duerme: agradece el reverdecer de la pintura entre nosotros, ahora en un sentido fresco, a más de competente en la factura, donde el vacío onomatopéyico del Bla, bla, bla no halla complicidad en esta otra consistencia, a su manera desembarazada y grácil.