Unos Juegos Olímpicos son mucho más que forcejeo de músculos, marcas y banderas. Aunque muchos la ciñen a una pasarela implacable de cierta selección natural de las especies deportivas —a lo Darwin—, la universal cita exhala las contradictorias grandezas del hombre. Quizá es la única arena global donde todos miden sus fuerzas no por el poder, las riquezas y las rapiñas, sino por doblegar, en tiempo y espacio, las rígidas leyes de la Naturaleza, para así dignificar la supremacía que fijó para siempre el Homo Sapiens.
A más de los intereses creados y mercadotecnias que inevitablemente mueven hilos en unos Juegos Olímpicos, uno debe mirar más hacia lo alto, para bendecir el hecho de que tantos millones de personas, más allá de Beijing, hayan podido en este mundo seguir esas lides, y saltar de alegría o conmoverse ante tantas muestras de voluntad y persistencia. El honor y la dignidad existen, a pesar de todo.
Como un camaleón, el telespectador asume la piel de cada atleta, primero el de su bandera y al final cualquier otro, venga de donde venga. Al final, ríes y lloras con el competidor, y te estremeces: en cada victoria por sobre los límites de la Física, de los condicionamientos biológicos y la ciencia toda, cualquier pobre mortal siente que saltó más alto en la plenitud de vivir.
Solo así puede uno explicarse la admiración por los récords, las ocho medallas áureas de Michael Phelps, la confianza en el fulminante Dayron Robles, con o sin rival. Uno siente que nada es imposible cuando el etíope Kenenisa Bekele, en la soledad del corredor de fondo con su escuálida armazón tercermundista, no se detiene con el oro en los 10 000 metros y agoniza en los 5 000 para pasearse triunfalmente por partida doble en el Nido de Pájaro, como un emblema de la resistencia humana.
Qué lejos del fracaso Tatyana Lebedeva, tan grande como para sonreír y besar a quien la destronó en el salto de longitud femenino, la brasileña Maurren Higa Maggi. Únicamente así puede aquilatarse a una gloria como Driulis González, quien llora pero sabe distinguir el silbato definitivo del tiempo y el brillo sublime de otra medalla más valedera: haberlo dado todo.
Lo más sublime es gozar con los triunfos patrios, que pertenecen a muchos, en especial a unas madres gordas que ríen y lloran, después de haber hecho «lo suyo» lo mismo en Pinar del Río que en Guantánamo. De los fracasos, extraer lecciones sin ojeriza, que eso limpia las escaras del resentimiento. Tampoco los posibles desaciertos arbitrales, en algún que otro caso, pueden entramparnos como para no ver las propias debilidades que pueden estar contaminando el deporte cubano.
Ahora que se apaga la llama en el Nido de Pájaro, uno vuelve a las rutinas y lamenta que algunos perciban en los Juegos Olímpicos solo desafueros físicos, y cierto morbo de circo romano. Ojalá la Humanidad lograra transferir el sano espíritu competitivo y la sementera de talento y virtud que fecunda esas competiciones, a la agonía del diario existir y convivir, sin odios ni rencores. Los griegos dedicaban sus juegos a los dioses del Olimpo, y hoy los terrícolas debiéramos consagrarnos a mejorar nuestras marcas en las «carreras» por el pan y la paz, hasta para el último infeliz: el que ni siquiera sabe que existe Beijing. Ese sería un verdadero récord.