Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un antídoto contra la arrogancia

Autor:

Luis Sexto
Una lectora de 75 años me ha escrito para decirme —más bien ratificar ante sí misma— que a pesar de su edad ama a su patria y le interesa el destino del sitio donde nació y aún respira. Y se duele de saber cuánto cuesta rectificar, mejorar lo que ya no funciona o readecuar cuanto no se ajusta a las necesidades del presente.

Ah, la mente de los hombres y las mujeres va siempre detrás del tiempo y las urgencias. ¿Tendré que mencionar esa ley dialéctica del relativo retraso de la conciencia social con respecto al ser social? Tal vez parezca anticuado acudir a las verdades de manual. Pero, en fin, la vida va confirmando que el cambio conceptual y estructural va delante y el mental va detrás. Porque después de muchos años bateando por nuestra mano, nos piden batear por la banda contraria. Y los brazos se resisten. Y también la cabeza. ¡Con lo cómodo que es empujar la bola por mi lado...!

Mi lectora, cuyo nombre conservo en el pecho por si no le gusta que la mencione, ilustra su inquietud con un ejemplo. Ella supone que para que esta sección «surta efecto» con las opiniones que difunde, se precisa que exista «la voluntad de rectificación». Y concluye: «Autorizar la crítica, no significa que se acepte».

Habría que decir, primeramente, que este periodista no pretende «surtir efectos». Solo opina. Desde luego a veces sus opiniones zahieren a esos que, aunque son mayores de edad, no les gusta que les llamen la atención o que les digan que pueden estar equivocados. Sabemos que las estructuras sociales y económicas se reflejan en la mente de cada individuo. Podemos decir, por tanto, que es verdad: a muchos no nos gusta que nos señalen una falta. ¿Equivocarme yo? No tenemos el hábito del examen de conciencia diario. Pero, además, el exceso de verticalidad en la cadena del rango, dispone al ser humano para conceptuar la crítica como un acto indigno e indignante. Suelen los que así piensan estimar que sobran las opiniones «cuando basta con una, la mía». Además, el exceso de paternalismo en nuestra sociedad condiciona que hasta un estudiante se disguste si el profesor le dice que es un desinteresado. No, no lo es. Porque él, el alumno, no necesita del profesor. Ya lo sabe... casi todo.

Hay bastante arrogancia entre nosotros. Y poca humildad. La humildad cabe en el símbolo de la señal de tránsito que advierte: por aquí no se pasa. Tanto se la teme que muy pocos aceptan asumir el crédito bochornoso de ser humildes, salvo en las autobiografías políticas o para optar por un premio. Nos enaltece haber nacido humildes, en casa pobre y honrada, pero no ser humildes, porque entonces la relación es opuesta. El diccionario carga con un volumen de responsabilidad en esa fobia. Entre las tres o cuatro acepciones de humildad, la mayoría nos fijamos en la última: esa que nos remite a sumisión, rendimiento.

Despojándola de sus espinas parásitas, la humildad se define como un trampolín: el de admitir que humilde proviene de humus, en latín, y que humus es tierra, arcilla, barro por extensión. Es eso, por tanto: reconocer nuestra poquedad, como garantía para crecer y afianzarnos en la perdurabilidad.

En lo individual, de ¡cuántos disparates e injusticias nos preserva la humildad! A la inversa, no ser humilde puede implicar la altanería, la soberbia. Preguntémosle a la vida de Carlos Juan Finlay, y nos dirá que él, hombre de ciencia, autor de un descubrimiento decisivo para extinguir la fiebre amarilla en los trópicos, cuando le negaron por segunda vez la posibilidad de recibir el Premio Nobel, comentó mansa, pausadamente: Ya he sido recompensado; primeramente con mi familia buena; luego con haber alcanzado una edad que permite percatarme de mis grandes errores. Si no fuera cursi, recordaría aquellas lecturas de mi adolescencia y dijera qué sublime es el perfume de la apenas advertida violeta.

Dicho esto, estimada lectora, la crítica, aunque encarecida, recomendada, es sin embargo evitada por cuantos padecen de arrogancia. En particular la arrogancia que suscita cierto orden y generan ciertos métodos y ciertos enfoques autoritarios. Claro, usted tiene razón cuando dice en su carta: «quien no sea capaz de rectificar sus errores, es muy posible que su futuro sea incierto».

Habrá, pues, que seguir. Usted a su edad y yo a la mía seguiremos inquietándonos por el destino de nuestra patria. Creo haber aprendido que para la arrogancia que obvia las fallas y se irrita ante la crítica, hace falta el antídoto que resulta de la horizontalidad, es decir, más democracia y más control de pueblo.

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