Conste que fue, además, la única y extraña oportunidad en que tampoco rieron los varios que me rodeaban, con independencia del color de su piel, o de sus mezclas.
La lectura de una de esas «gracias», tan en cadena como las TRD, no fue seguida de la estertórea risotada. Esta fue sepultada por un silencio «raro». Tal vez porque la humillación se entiende mejor desde los humillados, comprendimos que tras la inocencia de una sonrisa puede habitar la más ancestral de las injusticias.
Confieso —no sin vergüenza— que acabo de descubrirlo a esta altura de la existencia. Hasta hoy había visto este tipo de chanza como un noble atributo de los cubanos. Nunca, en situaciones parecidas, se me ocurrió pensar que debía tomarse más en serio.
Seguramente creía —como tantos— que podían congeniar, en armonía perfecta, un ser humano sensible, antirracista, defensor de la igualdad de derechos, enemigo de las segregaciones..., con el «cubanote» mordaz, jodedor, a cuyo carácter le es muy factible mofarse hasta de su «progenitora».
El incidente ocurrió durante uno de los encuentros de las autoridades con miembros de la agrupación Color Cubano, de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, ente nacido precisamente para corregir los desajustes raciales, que la voluntad reivindicadora de la Revolución no ha podido eliminar.
Y el encuentro sirvió para más estrenos sensitivos, como el de admitir lo que un actor como Alden Knight denunció sin cortapisas: muchos nos consideramos campeones antirracistas, solo porque nos tenemos como hermanos de alguien que lleva ese color en la piel, o porque los admitimos en los espacios más íntimos, sin embargo no despertamos otras sensibilidades, atrapados por poderosas y centenarias herencias históricas y culturales.
La filosofía racista no siempre es tan evidente y agresiva. En ocasiones se nos cuela o pervive sigilosamente. Y entonces puede caerse en la irracional e inadmisible creencia de que quienes representan esa raza no pasan de ser una caricatura, cuando menos risible; condenada por los milenios a padecer en las «injurias», o en las periferias, ya sean sociales, justicieras o culturales.
Las evidencias de este desequilibrio se manifiestan no solo en el desbalance de los «colores» y los «papeles» que traslucen de la pantalla chica u otros medios públicos, donde ha predominado el «blanco», sino en su persistencia en otros roles, en la todavía más compleja trama de la vida.
El incidente me hizo recordar a quienes estos desajustes se les antojan como otra prometedora «oportunidad», para intentar dividir por la raza lo que no han podido por la fuerza.
En el año 2003, medios noticiosos norteamericanos ofrecieron especial destaque a las declaraciones de uno, entre un grupo de «luchadores por la democracia» en Cuba, recibidos en la Casa Blanca con especial gentileza por George W. Bush.
Se trataba, nada menos, que de un autoproclamado «portavoz de la raza negra cubana», quien dijo haber explicado al «conmovido» presidente norteamericano, la terrible discriminación y marginalización a la que son sometidos aquellos emparentados con él por el color de piel en nuestro país.
Quien hiciera caso de aquel hombre supondría que en Cuba se estableció un sistema segregacionista al estilo sudafricano, en vez de una revolución justiciera, entre cuyas virtudes insoslayables está la dignificación del negro, por cuya causa ofrendaron la vida más de un millar de sus hijos internacionalistas.
Pese a ello, el propio Fidel reconoció en el año 2000, ante un auditorio negro, en la iglesia norteamericana de Riverside, que todavía nuestro país distaba mucho de resolver el dilema discriminatorio.
«No pretendo presentar a nuestra patria como modelo perfecto de igualdad y justicia. Creíamos al principio que el establecimiento de la más absoluta igualdad ante la ley y la absoluta intolerancia contra toda manifestación de discriminación sexual, en el caso de la mujer, o racial, como es el caso de las minorías étnicas, desaparecerían de nuestra sociedad. Tiempo tardamos en descubrir... que la marginalidad, y con ella la discriminación racial, de hecho es algo que no se suprime con una ley ni con diez leyes, y aún... nosotros no hemos logrado suprimirla totalmente.
«... estamos conscientes de que en nuestro país existe todavía marginalidad; pero hay una voluntad decidida y total de ponerle fin...», agregó Fidel, quien prometió a los presentes en el acto, mantenerlos informados de los estudios y proyectos que se encaminaban en ese sentido.
El gesto «cálido» de Bush hacia los negros cubanos nos alerta que determinados «chistes» son más graves de lo que parecen. En un comentario sobre el particular, recordé que estarían muy desinformados los interlocutores de Bush, como para «preocuparlo» con los problemas de los negros de esta Isla, cuando en realidad debía dedicarle infinitas energías a la solución de las injusticias y olvidos que sufren en los Estados Unidos.
En su discurso en Harlem, cálidamente aclamado por cientos de negros, Fidel describió, con cifras reconocidas internacionalmente, que para ese momento, el 29 por ciento de la población negra estadounidense vivía en la pobreza— el doble de los que la padecen entre la población blanca. Entre los niños negros la sufrían el 40 por ciento, y en algunas ciudades y áreas rurales, estaban en esas condiciones más del 50 por ciento. Esas condiciones no han variado sustancialmente.
En toda la historia de aquella nación no hubo nunca un solo caso de hombre blanco ejecutado por violar a una mujer negra; sin embargo, mientras la violación fue considerada un crimen capital, de las 455 personas ejecutadas por esa causa, 405 eran negros, o sea, nueve de cada diez. Especificó que en el estado de Pensylvania, donde se proclamó la Declaración de Independencia, únicamente el nueve por ciento de la población es afronorteamericana, pero el 62 por ciento de los condenados a muerte era de raza negra.
Los estudios revelaban que los hombres negros tienen 13 veces más posibilidades de ser sentenciados a condenas más largas que los blancos por delitos relacionados con las drogas, pese a que los blancos superan en cinco veces el número de traficantes. Igualmente el 60 por ciento de las mujeres encarceladas son afronorteamericanas o hispanas.
La Revolución, que propició un cambio radical en el fenómeno discriminatorio, en la Cuba que lo heredó desde el esclavismo colonial y la marginalización de la neocolonia pronorteamericana, no se vanagloria de haber resuelto ese problema social.
Pero mientras estas soluciones llegan, tal vez podríamos comenzar por el sencillo, aunque muy ético y humano gesto de ahorrarnos un chiste humillante, con las risas cómplices que le siguen. Eso ahora me propongo.