Lock out patronal agropecuario para unos, paro campesino para otros. Por extraño que pueda parecer, los intereses de los grandes empresarios agrícolas se dieron la mano en Argentina con las postergadas necesidades del campo, reeditaron los piquetes que cerraron los caminos, y sacaron a la calle a las atildadas dueñas de hogar de Buenos Aires que, como en diciembre de 2001, hicieron sonar sus calderos: antes, para que se fueran todos; ahora, en protesta por la escasez de alimentos.
Increíblemente unidas, las asociaciones campesinas y los agroexportadores que los explotan anunciaron una tregua de 30 días durante una concentración en Gualeguaychú, Entre Ríos. Foto: APA ojos vista, el cuadro no podía ser más alarmante y confuso. Sobre todo porque, al pedir el levantamiento de los bloqueos de carreteras, la presidenta Cristina Fernández insistía en que la medida de fuerza solo estaba beneficiando a la alta burguesía y la extrema derecha, y aducía que el aumento de los impuestos a las exportaciones agrícolas de soya y girasol decretada por su gobierno —llama incendiaria de las movilizaciones—, resultaba imprescindible para lograr la justicia social. ¡Qué cosa!: ese ha sido, precisamente, el trascendental reclamo de los trabajadores este miércoles, al deponer la huelga.
Pero, cuidado. Las centrales campesinas y las asociaciones agrarias han dicho que la apertura de vías para que los camiones con leche, vegetales y carne lleguen otra vez a los supermercados, solo durará un mes.
Por eso no pocos analistas estiman que los 30 días de gracia deberán resultar suficientes para que los manifestantes comprueben si se cumplirán las concesiones anunciadas por Fernández solo en favor de los productores menos poderosos, a quienes se rebajarán los impuestos.
Pero, también, muchos creen que deberá ser lapso suficiente para que el ejecutivo reanalice su política respecto al campo, donde estiman hacen falta más incentivos que subsidios.
Según se ha explicado, la decretada alza a las retenciones por concepto de la soya y otras exportaciones del campo pretendía atemperarlas a los precios internacionales, controlar de algún modo lo que se produce en la nación, y proveer al Estado de unos 1 500 millones de dólares adicionales que se invertirían en los sectores más desfavorecidos. Los grandes empresarios serían los más perjudicados, pero todo indica que la resolución también provocó catarsis entre la gente más humilde del campo; aunque otros sectores sociales se concentraron en Plaza de Mayo para apoyar a su Presidenta.
Empero, la pulseada materializó el cierre de unos 400 puntos por donde no ha pasado ningún transporte con comida en 20 días, elevó los precios de los alimentos y luego vació las estanterías en todo el país, lo que la convirtió en la mayor demostración de fuerza del campo en la historia argentina y, por ende, en la movilización más masiva y ruidosa desde que la irrupción de la era Kirchner cerró las vías de acceso al neoliberalismo en Argentina y la sacó del hueco negro de su peor crisis haciendo crecer, de nuevo, la economía.
Sin embargo —y aún siendo mucho—, no pocos entre los de abajo se quejan de que no alcanza con la reactivación económica si el ingreso no se redistribuye mejor, como ha anunciado la presidenta Cristina.
Según fuentes extraoficiales, aún quedan en Argentina 13 millones de pobres, y cerca de tres millones de indigentes.
Vista por muchos como una prolongación del mandato de su marido (Néstor Kirchner), la presidenta Cristina Fernández prometió al asumir que se centraría en esta segunda etapa de la nueva «era», en saldar la enorme deuda social acumulada. Injusto o no, el paro, en última instancia, podría haberle demostrado que no resultará fácil. Pero ya es hora.