Rochy tiene el dominio del arte mayor. Foto: Raúl Cañibano Apareció en el escenario toda vestida de negro, con un collar que llegaba hasta el piso. Ese hermoso y estrambótico collar, vista la sencillez y la elegancia esencial de quien lo llevaba, parecía cosa natural, cosa de todos los días. Así apareció Rochy en el teatro del Museo Nacional de Bellas Artes, en su sede de Arte cubano, para ofrecer un concierto a propósito del Día de la Mujer y de la primera presentación de su segundo disco, Dudas, que acaba de editar el sello Colibrí.
Si bien relacionado con esos dos hechos puntuales, el concierto devino un resumen de estos 15 años en la vida profesional de una de las cantantes más rigurosas de este país. La primera virtud del recital coincidió desde luego con el gran valor de Rochy todo este tiempo: la exquisitez del repertorio. En casi dos décadas de trabajo, no hay una concesión, una baladita tonta, una ligereza fuera de lugar: Rochy afronta siempre bellas canciones, sin renunciar a la gracia y la sensualidad. En los últimos tiempos, no disimula una cierta inclinación hacia los temas paródicos, que no hacen sino reforzar el convincente histrionismo de la intérprete. Ella canta con mucho arte, con mucho sentimiento, sin alardes, sin subrayados, sin rajarse las vestiduras ni formar un escándalo en el escenario a la primera oportunidad.
Rochy entona las verdades más trágicas de la forma más sutil: el estremecimiento que consigue es el que ha suscitado siempre el gran arte, y no el que viene del populismo. Solamente veo dos antecedentes de rigor en relación con la carrera de Rochy: la española Ana Belén (de hecho, en ciertos círculos, Rochy es llamada «la Ana Belén cubana»), y esa otra maravilla nacional que se nombra Miriam Ramos. Rigor cultural, elegancia, prestancia, respeto al público, emociones sobrias pero muy sentidas, son méritos que aúnan a las tres grandes divas de la nueva canción.
Pero decía que nada de esto se lograba a contrapelo de la sensualidad. La Rochy suda sensualidad por cada poro. Había que ver la gracia y el salero con que bailaba algunos temas, sorbía algún trago de ron, o hacía una anécdota con hilaridad. La artista demostró, otra vez, que la profundidad y la consistencia no tienen por qué amigarse con el tedio. Fue un concierto fluido, al cabo del cual los espectadores se quedaron colgados y clamaban por más. A veces he escuchado que Rochy no tiene ángel. Es verdad: no tiene ángel; tiene demonio. El demonio del arte mayor.
En lo estrictamente musical, estuvo impecable. Sin abandonar un segundo la austeridad que la distingue, hizo bien en no escamotear los agudos, que adquirieron un color bellísimo y permitieron pasear lo mejor de su voz. No hay que temer a los riesgos: hay que sacar la voz. Rochy parece comprenderlo al cabo, y el resultado fue inmejorable. Luego, con tremenda delicadeza, hizo alarde de su oído privilegiado cuando rechazó los primeros acordes de una de las guitarras que, de momento, extravió la armonía. Sin herir a nadie, ofreciendo ella misma disculpas, la artista hizo recomenzar la canción, en nombre del respeto que el público merece. Fue un gesto típico de la ética habitual en la cantante.
Se lució particularmente en Dudas, Perdóname y Nube blanca, esta última junto a su autor, el maestro Augusto Blanca. Los invitados fueron de lujo: además de Augusto, Pepe Ordaz, Diego Gutiérrez (excelente el dúo a propósito del hit Sabor salado), Carlos Varela (quien estuvo brillante, al desgranar junto a Rochy una de sus preciosas canciones), Aldito López Gavilán, entre otros. López Gavilán volvió a demostrar su clase cuando respetó las armonías básicas de Formell y Varela en las composiciones de Tal vez y Dudas, siempre filtradas por las notas de los excepcionales arreglos de Elmer Ferrer, pero no por ello dejó de crear todo el tiempo en el fraseo digital, apresuró el tempo, jugó con el ritmo, y regresó siempre al tono marcado por los compositores originales. El virtuosismo de Aldito López Gavilán, hoy por hoy uno de los mejores músicos cubanos, sencillamente no tiene nombre. Aunque no habría que demeritar, tampoco, el teclado del pianista invocado todo el tiempo como «El Piti», quien no se quedó atrás, y cuando Rochy cantó Agua, de Vanito, a petición del público, se dio también la libertad de las mareas y gozó adulterando levemente el diálogo entre melodía y armonía, sin desafinar, sin desviar el tema de su curso primordial.
Ante tamaña virtud, la gente alucinaba, francamente. Fue un concierto memorable, a sala repleta, con personas —sobre todo jóvenes— sentadas en las escaleras, en los laterales, etcétera. Rochy demostró que se puede gustar sin necesidad de recurrir a recursos fáciles ni a manierismos de dudoso gusto. Fue un concierto extraordinario, que debemos agradecer al tino editorial de Colibrí y a la exigencia profesional del teatro del Museo de Bellas Artes.
Entre el primer disco de Rochy y el segundo hay una pequeña diferencia: manteniéndose la seriedad y el apego a la canción inteligente, siempre aportadora de ideas y emociones intensas, el nuevo resulta musicalmente mucho más seductor. ¿Un guiño al mercado? Si así fuera, no estaría mal. Para nada. El mercado no es un mal necesario; puede ser un bien utilísimo, siempre que se lo invoque desde la cultura, el buen gusto y la autenticidad de los afectos.