Dudo, pues, de que todos estemos convencidos de que no solo con apelaciones políticas y éticas podamos superar las circunstancias en que se desarrolla nuestra sociedad. Dudo, incluso, de que todos estemos convencidos de que, en efecto, afrontamos una existencia material empobrecida, limitada y limitadora. La experiencia nos remite a otra antigua máxima, esta vez en español: De la feria hablamos según nos va en ella. O, mejor, todo es del color del cristal con que se mira. Y a colores suaves, refrescantes, optimistas, les tengo pavor: pueden estar enmascarando una realidad que no admite ser soslayada o adulterada.
Pertenezco al conglomerado de los que creen en la ética, incluso en lo que hemos llamado trabajo político, que a veces evidentemente cuesta demasiado «trabajo», porque uno le echa de menos o lo percibe ineficaz, pero, eso, por hoy, es otro asunto. Reconozco el papel de la ética, de su acción guiadora y modificadora de la conducta humana. Mas la ética no es código de general atribución. Influye en unos —esos que podrían componer «la vanguardia»— a contrapelo de las situaciones adversas. Pero para ejercer algún papel masivo hace falta una base, un seguro lecho material para que se pueda asumir la ética como una norma, salvo que se imponga por la violencia física o estructural.
Vengamos a la realidad: ¿Podríamos pedir a todos los trabajadores que sean eficientes, disciplinados y productivos a pesar de que objetivamente sus salarios poco se relacionan con el costo de la vida y con su destino general? Claro, podríamos convocar a la perfección sin estímulos. Ahora bien, habría que ver cuáles serían los resultados. ¿Estamos seguros que todos responderían afirmativamente? A lo mejor. Pero esa preclara verdad nunca discutida: el hombre piensa como vive, vuelve a plantarme el insecto de la duda en mi oído.
He visto en la TV reportajes que cuentan cómo en algún sitio se desbroza el marabú. ¿Y después qué? Eso no lo veo en la pantalla. Cuántos estamos dispuestos, sobre las mismas reglas de una agricultura centralizada, incluso burocratizada, lenta en sus iniciativas, mal pagada, a hacer producir nuestras tierras racionalmente, lo cual significa, para mí, dar de comer sin restricciones al pueblo y beneficiar a los agricultores con la justicia que trabajo tan fatigoso, constante y estratégico merece.
No intento desafiar la cordura. Tampoco se trata de autoengañarnos viendo brillo donde hay opacidad; éxito donde insuficiencia; risa donde mueca... Lo subjetivo tiene su papel, pero hoy por hoy la respuesta subjetiva demanda una readecuación de la realidad objetiva. ¿Hasta dónde lo organizativo y lo estructural son aspectos de la subjetividad? Por supuesto, los hombres adoptan una u otra organización. Y luego esta, a mi entender de hombre práctico, empieza a ejercer una especie de dictadura objetiva.
Habrá, pues, que reordenar, sin miedo a los presuntos conflictos entre sueños y realidades. Los mejores sueños son los que se pueden conquistar. Los otros, los que entran en deuda con la vida, derivan en pesadillas. La pobreza no resulta un sueño grato. Ni el temor un buen compañero de las ideas y la acción. Joel James, ese santiaguero polémico, clarividente, revolucionario —cuya muerte reciente aún nos punza— escribió en un libro, El ser y la Historia, recién salido a las librerías: «El miedo paraliza las iniciativas».
El empeño de mejorar nuestra vida tiene muchos aliados: la política y la ética, y también la acción y la duda razonable que, conducidas por la inteligencia y la audacia, actúan y transforman con certeza.