Desde mi columna —diálogo semanal con algunos de mis compatriotas— agradezco la deferencia. Tal vez los funcionarios y promotores de la cultura pensaron que algo les podría enseñar. Y sin retórica urbana, sin falsedades corteses, aseguro que el periodista fue el único beneficiario del viaje. Aprendí. Y digo más: quien pretenda escribir o hablar sobre su país, sus dificultades, incluso sus errores o sus omisiones, tendrá que recorrer esos pueblos que sufren con más intensidad las carencias y las poquedades de nuestra vida.
Por sobre todo ello, se levanta la calidad humana. Hablé con muchas personas, y en todas pulsé el apego a aquel terruño cuyo paisaje industrial, centenario y con el crédito de haber sido alguna vez el ingenio mayor del mundo, se resuelve hoy en hierros desamparados, sometidos a los embates del salitre y la inactividad. Comprobé, al menos en el medio cultural donde pasé la última semana, el talento que brota y se forma aprovechando la obra que, aun con limitaciones, prosigue su tarea de infundir en la existencia los valores del espíritu.
Hubo detalles conmovedores. ¿Podré olvidar a Luis Carlos, pintor que, fijado a una cama o a una silla de ruedas y sin poder usar ya sus manos, va pintando con las palabras para que sus alumnos ejecuten con el pincel las luces que él les dicta? La jornada de la cultura también contó con la exposición de los discípulos de ese maestro cuyo infortunio físico se rinde ante la fuerza interior que gestan la utilidad y la virtud.
Me asombraron los jóvenes poetas y narradores. Oí los sonetos de Yamilka, poetisa de 24 años, que parece haber crecido en un jardín griego, o las décimas de Wensier, de Ode, de Yurisander, Armando... Tradición y contemporaneidad. Mezcla de cultura inmediata y de la cultura asimilada de los experimentadores.
El contraste impresiona. Entre las cosas materiales que se deterioran, brota un ser que se sobrepone, que se anuda a la resistencia para no permitir que el orín carcoma también la conciencia y la sensibilidad humanas.
No me tachen de patético. Esa es la verdad. A veces intentamos echar sobre lo real el manto encubridor de los buenos deseos o de los sueños, con lo que, lamentablemente, la realidad recibe el permiso para seguir desgastándose sin que nos percatemos. A mí las estadísticas no me convencen. En asuntos de la gente y la sociedad cuenta, sobre todo, lo que veo y palpo.
Testifico hoy el valor de las personas que conocí allí en Chaparra. Encarezco esa persistencia en hacer que la flor nazca entre piedras. Quizá por ello la mariposa sea nuestra flor nacional, aunque provenga de otra tierra: es capaz de alumbrar la vida aun entre el suelo más desnudo. Pero si le diéramos el mejor o el que se aproxima al mejor y la regamos y fertilizamos, o como mínimo le mostramos nuestra inquietud, tal vez sea más vigorosa, más blanca. La mucha piedra llegará a estorbar. Y la flor de la mariposa, en consecuencia, un día preguntará, como dicen que muchos preguntan ante el ingenio paralizado: ¿Te acuerdas?