Aunque han transcurrido casi dos años, el definitivo «no» que América Latina, por mayoría, dio al ALCA en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata, sigue pesando sobre el desempeño de Estados Unidos en una región donde, por el contrario, el fortalecimiento y avance de los procesos revolucionarios o, simplemente, nacionalistas, certifica cada día que aquella se le escurre, definitivamente, de las manos.
Las transformaciones radicales en Venezuela, Bolivia y Ecuador son una muestra del fehaciente cambio en la correlación de fuerzas junto al regreso de Daniel Ortega al gobierno en Nicaragua, la reelección de Lula en Brasil, y los desempeños independientes de la Argentina de Néstor Kirchner y del Uruguay de Tabaré Vázquez.
No por gusto Washington puso tanto empeño porque el «sí» ganara en el referendo reciente de Costa Rica. La engañifa del libre comercio es todo lo que tiene que brindar y, defenestrada definitivamente la posibilidad del ALCA, no quedan más que los tratados de libre comercio regionales —solo lo consiguieron con Centroamérica—, o país por país.
Sin embargo, las reticencias dentro del propio legislativo norteamericano, ahora con mayoría demócrata, a ratificar los convenios suscritos con Colombia, Perú y Panamá después del inicial acuerdo con Chile —el único bilateral en marcha—, tienen sobre ascuas a la Casa Blanca, que no cesa de trabajar para que el Congreso no anule los pocos puntos que se ha podido anotar.
Tres veces en los últimos siete días, George W. Bush ha urgido a los congresistas por el visto bueno, sin contar las dos giras recientes del titular estadounidense de Comercio, Carlos Gutiérrez, por algunos de los países concernidos, en periplos que ha hecho acompañado por legisladores de ambos partidos.
En uno de los llamados, Bush fue socorrido, incluso, por el presidente tico, Oscar Arias, quien le secundó en el pedido devolviendo los pronunciamientos a favor del «sí» al TLC que realizaron, en plena campaña del referendo en Costa Rica, funcionarios de Comercio de Estados Unidos y hasta la propia vocera de la Casa Blanca.
En medio de la avidez de glorias que se adivina en un gobierno al que le resta solo un año y sigue de fracaso en fracaso tanto en la arena doméstica como internacional, no resulta raro que el ruego al Congreso adquiera caracteres mayúsculos y se perciba como un grito.
Ni siquiera se cuida ya la administración Bush de cubrir las apariencias, e insistir en los supuestos beneficios económicos que dejarán los tratados. Ha terminado agarrando el rábano por las mismísimas hojas, sin que le importe estar mostrando las costuras del traje a la comunidad internacional.
Así, en una de sus últimas alocuciones, el presidente no vaciló en argumentar que si sus congresistas no ratificaban los TLC, sería un fracaso que disminuiría el ¿liderazgo? estadounidense en el hemisferio, y que ponerlos en marcha, ayudaría a «contrarrestar» lo que llamó el «falso populismo» promovido por «algunas naciones» en la región. Ya sabemos a quiénes se refiere.
Comprobadas en su propia y tantas veces errática prosa, pocos podrán dudar de las trampas que el libre comercio de Estados Unidos encierra. Dicho por sus propios promotores: el asunto es de «influencia» política; no económico ni comercial.