No se trata de un reciente invento de un lector que haya vuelto a las andadas al releer Elogio de la locura, del humanista y filósofo Erasmo de Rotterdam. Nada de eso.
Realmente es una propuesta nada descabellada y necesaria para mejorar la convivencia ciudadana, como alimento imprescindible para el espíritu, ese que también necesita del medio ambiente para su bienestar, y en el cual la existencia humana es el centro para el equilibrio.
Un entorno doméstico, laboral y público caracterizado por el afecto siempre será un buen espacio para la creación y la marcha equilibrada del trabajo.
¡Caramba!, y tanto que nos cuesta muchas veces, entre nosotros mismos, practicar hasta los más elementales actos de urbanidad: «buenos días», es uno de esos que ha desaparecido ya de algunos contextos, y es sustituido en su lugar por la palabra soez o la provocación vulgar.
Y lo peor, los niños crecen imitando lo que ven a su alrededor, pasando por los más primitivos patrones machistas.
Se hace difícil estar en un lugar público y no ser objeto o testigo de la violencia verbal de otra persona, como si la calle fuera una jungla en la cual se debe andar a dentelladas como en la más feroz carnicería.
Son los antivalores humanos que florecen en muchas esquinas, lo mismo cuando un hombre orina a la luz pública sin respetar el paso de una mujer, que cuando un adolescente le lanza la bicicleta encima a un anciano.
¿Y qué decir cuando el alcohol pasó los límites permisibles, esos que al ser violados convierten a un humano en animal irracional?
¿Es el estrés cotidiano lo que lleva a esa catarsis de mal gusto? ¿Y acaso en otros tiempos no los hubo también?
Se han confundido acciones. Por ejemplo, para muchos es anticuado ser cortés, y todo lo que derribe una regla o patrón de conducta es moda y postmoderno.
Por ese camino podríamos comernos vivos al peor estilo feudal, o como el hombre de las cavernas.
Hace falta la gramática de la ternura, y si no se puede llegar a tanto en el aprendizaje, al menos, vencer la lección inicial: respetar al prójimo.
Cuba tiene en Martí una permanente fuente de sabiduría. Él predicaba que la enseñanza debe basarse en el amor.
¿En qué parte se han extraviado esas lecciones teóricas en las que somos especialistas, pero iletrados totales al aplicarlas?
La esfera afectiva comienza con cada experiencia individual desde que se es bien pequeño. Lo dicen los expertos.
Un hombre comentaba hace poco que no necesitaba decirle a su esposa que la amaba, pues ella lo sabía.
El hecho suscitó opiniones diversas. Alguien dijo que escuchar esa declaración obra el mismo efecto que el beso de despedida en las mañanas entre los casados.
En los rumbos de nuestra cultura patriarcal, de generación en generación se ha heredado que los hombres no deben exteriorizar sus emociones. Al niño pequeño se le dice cuando se cae: las lágrimas son para las mujeres.
Debía presidir los murales y los sitiales aquel pensamiento como agua de manantial de Dulce María Loynaz: «He aprendido que no puedo hacer que alguien me ame, solo convertirme en alguien a quien se puede amar. El resto depende de los otros».
Creo que ha ocurrido también que se han traspapelado en el mercantilismo aquellas esencias inspiradoras de amor, que algunos confunden con fetiches de la ostentación, y que dejan vacía de afectos el alma, esas cosas que bien alimentan: una sonrisa, un gesto agradable, una acción altruista.
La solidaridad a veces solo se entiende como la que practicamos hacia fuera de nuestras fronteras nacionales y obviamos la que debemos darnos entre nosotros.
Solo soy solidario con quien lo merece, argumentan algunos sistemáticamente y con cierta razón; pero cabría reexaminarnos en ese punto.
Todo bien que hagas se revertirá, igual que todo mal. Es mejor a veces andar de perdonavidas ante una incomprensión, incluso, ante alguna que otra flecha lanzada a la espalda.
Podemos hacerle un guiño a la vida y vencer nuestra propia intolerancia, así alejaremos ciertas vengativas tentaciones no tan inconscientes.