Un momento, ¿en qué sitio ocurre ese sinsentido? Pues en un país bilingüe: Bélgica, ese pequeño reino del norte de Europa occidental, que no suele concitar la atención de la prensa mundial por asuntos de graves crisis políticas ni catástrofes naturales, pero que justo por estos días vive un enredo particular: desde los comicios legislativos del 10 de junio no se logra formar gobierno. ¿Por qué?
La respuesta guarda cierta relación con lo que se cuenta del niño. Bélgica se divide en tres regiones: al sur, Valonia, de habla francesa; al norte, Flandes, de habla neerlandesa (la lengua de Holanda) y económicamente más a la avanzada. En medio de ella, como un oasis francófono, está el distrito de Bruselas, la capital del país.
La plaza del Ayuntamiento, en Bruselas.
Según algunos, las diferencias culturales son insalvables para la convivencia. Lo fueron para el alcalde de Merchtem, un pueblo a 15 kilómetros de Bruselas, al decidir que los escolares no podrían hablar francés «ni en el receso», sino solo neerlandés, pues sus centros de educación están en territorio flamenco. Y son insalvables también para la formación de extrema derecha Vlaams Belang, que el lunes aprovechó el atasco político para proponer ante el Parlamento de Flandes un referéndum sobre la independencia. Valga que los otros partidos se encargaron de ponerle un poco de hielo al reverberante cerebro de los ultras...Pero la crisis camina exactamente sobre la línea de la diversidad de intereses entre los flamencos (el 60 por ciento de la población) y los valones (el 40 por ciento restante), sin contar a la diminuta comunidad germanoparlante. En las elecciones de junio, el contraste de cifras se hizo notar en que fue un flamenco, el democristiano Yves Leterme (curiosamente, con nombre francés), quien resultó con la encomienda de formar el nuevo gobierno.
El hasta ese momento ministro presidente de la región de Flandes, es de quienes coquetea con la independencia del norte del país. Y a veces descuida el tacto. En una entrevista concedida al diario francés Liberation en 2006, llegó a decir que los valones estaban «intelectualmente incapacitados» para aprender el neerlandés, y que solo el rey, el fútbol y «algunas cervezas» eran lo que mantenía a ambas comunidades conviviendo en un mismo país.
Su programa de gobierno, por supuesto, les resultó indigesto a los otros. Leterme pretendía aplicar una reforma del Estado, a través de la cual ambas regiones adquirieran amplias competencias en asuntos de empleo, justicia, impuestos, salud, telecomunicaciones, etc. Y claro, ya se sabe qué tanto le importaba que Valonia las tuviera. Para él, mientras el poder central cediera más atribuciones, Flandes adelantaría más hacia una eventual separación.
Solo que Leterme se topó con la negativa de los democristianos y los liberales valones, quienes entienden que sectores de tanta relevancia no deben ser gestionados directamente por las regiones, y de paso, hacer más visible la zanja que las separa. Por ello, el político flamenco colgó los guantes, y el rey Alberto II le encargó al democristiano Herman Van Rompuy, presidente de la Cámara de los Diputados, «explorar» vías para acercar las posiciones entre los políticos de ambas comunidades.
Hasta el momento, el escogido le ha ahorrado a la prensa los detalles y resultados de su espinosa misión. Mientras los belgas han visto, quizá como nunca antes, cuán arduo puede resultar mantener la unión nacional.
¿Hablar francés entonces? ¿O quizás solo neerlandés, y trazar entre el norte y el sur una línea definitiva, que no tenga vuelta atrás? Les corresponde a ellos determinarlo, sin prestar mucho oído a los cantos de la extrema derecha, y sopesando los beneficios de andar juntos.
Esperemos, entretanto, noticias del señor Van Rompuy.