Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Inconstancia

Autor:

Juventud Rebelde

La primera vez que escuché la frase, hace bastante tiempo, me vino a la mente un artefacto ortopédico colectivo: «A los cubanos nos hace falta un fijador».

Se trataba, sin embargo, de una fina sugerencia desligada de la medicina y de los aparatos para los huesos. Era una invitación a buscar en lo intangible la cura para nuestra inconstancia en muchas vertientes de la vida; a encontrar la píldora invisible que nos quitara la fiebre pasajera en las obras; esa que convierte en nubarrón lo que ayer parecía un sol.

La sentencia, por supuesto, conserva validez plena. La sociedad cubana sigue necesitando a ratos ese fijador de los buenos aromas para que aquello que inauguramos con bombo y platillo no se nos torne, a la vuelta de un mes o un año, agua, rocío, escarcha.

Los ejemplos cabalgan por doquier: heladerías, guaraperas, pizzerías, tiendas, mercados... oficinas que se abrieron con esplendor en el pasado reciente hoy exhiben innumerables imperfecciones y manchas o, simplemente, no funcionan.

Claro, hay miles de historias en sentido contrario. Pero ni siquiera se han salvado de ese mal —lo sabemos— algunos de aquellos recintos en los que se invirtieron millones, o de esos vinculados a una batalla colosal por el conocimiento, la cultura y el bienestar general de la nación.

En este instante, mientras trazo estas líneas, me asalta el cerebro el caso del célebre tren francés, que devora la ruta entre La Habana y Santiago de Cuba. En sus inicios era una «joya», al punto que se llegó a anunciar con rimbombancia la indemnización del costo del pasaje a los clientes cuando ese caballo férreo llegara demorado (un tiempo X) a su destino.

Ahora aquel francés se ha «cubanizado» tanto que no resulta ficción verlo andar con seis horas de retraso, y la citada retribución monetaria... se fue de jonrón o, mejor dicho: de foul.

En este instante, también, me azota el pensamiento la veleidad actual de los vuelos nacionales, sinónimos de precisión antaño. O el cuento de aquellas «taquerías» abiertas en la capital y que hoy son sombras nada más, como una canción. O aquella moda de «unidades especializadas»: la casa del queso, la casa de la miel, la casa del té, la casa del vino, revertidas ahora en «la casa de nadie».

El asunto provocaría risas si en el fondo no entrañara algunas preguntas demasiado serias, que nada tienen que ver con el choteo: ¿Hemos incorporado ya la inconstancia a nuestra psicología social? ¿Nos hemos adaptado y resignado a estas alturas a tal ligereza en el hacer?

Por momentos, al mirar la realidad, se experimenta una sensación dolorosa, nacida de contestar afirmativamente esas incógnitas.

Común es escuchar cuando alguna institución pública sufre un desliz, aunque sea transitorio o leve: «Yo sabía, eso iba a terminar mal como todo». Y es frecuente tildar de Quijote nadador contra la corriente al inconforme que sale a combatir esas levedades en la tierra.

Cualquiera descubre, asimismo, cuánto peligro nos viene encima si, pasado más tiempo, ese imprescindible fijador del principio no llega; o si, en el afán de hallarlo, nos desgastamos mucho o torcemos «pragmáticamente» el camino.

«La inconstancia lo hecha todo a perder, ella no deja que ninguna semilla germine», decía con razón el escritor y filósofo suizo Henry Fréderic Amiel.

La frase acaso nos pueda servir para la meditación más allá de las cortinas del presente; para reflexionar que si durante décadas hemos sido constantes en las ideas, la veleidad en ciertas obras y modos de proceder nos puede fumigar la hermosa planta regada con sangre y lágrimas, la semilla sembrada celosamente con la punta de la espada de nuestros libertadores.

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