Ahora no me resultará vergonzoso renunciar a la originalidad. Y repetiré lo que el mexicano Alfonso Junco escribió al saber el deceso del escritor Kilbert K. Chésterton, en 1936. Cambio solo el nombre del difunto: Guillermo Cabrera «me ha dado el único disgusto que me dio en la vida: se ha muerto». Y no tenía por qué hacerlo. Aún sus años le ardían en la cabeza y en las manos, con el fuego de la ocurrencia pronta y las ideas cociéndose en el fermento usual de su inteligencia.
Lleva hoy, pues, mi columna un crespón negro.
Lo vi por última vez el martes 26 de junio. Esa tarde hablamos largamente, en particular del concurso sobre el aniversario 40 de la caída del Che que él había convocado desde su Tecla Ocurrente. Yo, nombrado por Guillermo, era uno de los jurados. Le dije que había leído, entre más de 300 concursantes, cuartillas conmovedoras que confirmaban cuánto significa el Che entre los cubanos. Él me preguntó: ¿Escribirás del concurso en tu sección Coloquiando? Le dije: Es ya para mí un mandato. No, Flaco, es una sugerencia. Está bien, Guille, pero qué sugerencia tuya uno no la toma como un compromiso. Luego me invitó a acompañarlo a Guaracabulla —muy cerca de mi pueblo natal— donde se convocaría al movimiento de peñas que desde su espacio en JR él calorizaba. Yo no pude ir: otro viaje me cambió el destino. Y el 1ro. de julio a las seis de la tarde, donde yo estaba llegó el teléfono a comunicarme el deceso repentino de Guillermo Cabrera.
Nuestra conversación el martes 26 fue, ya lo vemos claro, nuestra despedida. Hablamos también de nuestra historia periodística: anécdotas, incidentes, personajes. Y volví a estimar, entre las palabras, su corazón lúcido y solidario.
Quiero, Guille, escribir del concurso. Pero estás tú en el medio. Muriendo allí, al mediodía, bajo el sol cálido del centro geográfico de Cuba. Admito que no pudo haber para ti mejor momento y lugar: entrañado en tierra adentro, lleno de luz y rodeado de gente que te amaba por tu humanísima armazón de hombre cordial y amigo de la verdad.
Hay, Flaco, otro problema: qué decir del concurso que no sea de ti. Era tu obra y cuantos respondieron también aceptaban que al creer en el Che, creían en ti, creyente del Che. Le preguntaste a los lectores: ¿En qué me acompaña el Che en mi vida? Ahora yo tendré que responder en qué me acompañarás tú en el tramo que aún me falta para alcanzarte.
Una vez conté nuestro encuentro en 1966 y luego toda esa amistad donde te palpé bondadoso, firme, franco, sin miedo. Debo agradecértela. Haber sido tu amigo será, para mí, como un carné de presentación...
Guillermo Cabrera fue un periodista completo. Un periodista que trascendió la letra para repartirse en una actitud, un carisma. Entre nosotros, ninguno como él para mover a tanta gente. Cuántas personas confiaban en él. Cuántas lo seguían. Y parecía que la Tecla Ocurrente era algo fácil... Pero no; la sinceridad y la entrega nunca son fáciles. Y con esas virtudes, además de su calidad estilística, Guillermo conquistaba el grado más alto de nuestra profesión, eminentemente política: la credibilidad. Sus lectores estaban persuadidos de que el periodista que hablaba de cosas del corazón, tenía un corazón tan enorme que se le salió del pecho mientras reía y conversaba con sus lectores, en un pueblito villaclareño que ya tiene otra razón para acrecentar su historia local: aquí murió el Guille.
¿Y morirán las tertulias? Quizá nadie pueda pulsar la Tecla, pero las tertulias, esas reuniones donde se hablaba de amor, de solidaridad, donde las personas se sentían tratadas como personas, como unidades únicas e insustituibles, deben proseguir. Serán una de las formas en que Guillermo vivirá su eternidad.
Termino. Seguirá mi columna con el crespón negro por aquel periodista que murió como le hubiera gustado a Don Quijote: jinete sobre Rocinante, entre la gente que tanto amó.