El criterio parece general: necesariamente no tendremos que prescindir del Estado como garantía de la justicia social y la independencia política. Y, por tanto, en Cuba seguirá predominando la propiedad estatal sobre los medios de producción. Estoy de acuerdo. Y de acuerdo estoy también con quienes advierten que es preciso implantar ciertas readecuaciones para que nuestra organización económica gane eficiencia, eficacia y efectividad: así, una detrás de la otra; son categorías distintas, aunque relacionadas entre sí.
Iguales no son tampoco propiedad estatal y propiedad social. Por creer en ambas mantienen una equivalencia exacta, quizá hemos perseverado tanto en la ineficiencia, la ineficacia y la inefectividad productivas en lo particular y económica en lo general. Aceptémoslo. No sigamos observando la realidad con cristales rosados: no es todavía la mejor, aunque podrá serlo y, aun así, con sus deterioros e insuficiencias, posee conquistas irrenunciables que no merecen echarse a perder. Por lo tanto, es correcto pensar que ciertas decisiones —esas que marcan la frontera entre lo más o lo menos, la crisis o la ruina— fracasan si llegan demasiado temprano y también si llegan excesivamente tarde.
Entre nosotros pasan todavía cosas inadmisibles. En estos días, una persona me contó que, al comprar una bomba de gasolina para su auto Lada —ganado hace casi 30 años con su trabajo de vanguardia—, tuvo que devolverla dos veces por defectuosa, y que al fin, como la tienda carecía de más en el almacén, se llevó la segunda. Es decir, compró un problema más que una solución. Pero la inventiva personal lo ayudó: con partes de la vieja, casi inservible, mejoró la nueva que, así, comenzó a servir. ¿Acertijo? ¿Anécdota?
Ante estos casos, repetidos con frecuencia inquietante en las tiendas de partes y piezas automovilísticas, y en las tiendas de ropa, de zapatos, y en las de efectos eléctricos, uno tiende a preguntar: a quién tienen en cuenta los compradores mayoristas o con qué fines compran y venden. A veces, el cliente, el consumidor, el usuario del comercio minorista «siente» que no lo consideran, que solo ven él a un «erogador» de divisas. Al parecer, algunos de los funcionarios del comercio pueden pensar que cuantos usan el CUC en Cuba —según datos fiables, el 57 por ciento de la población— son personas que lo adquieren de manera indigna y que por lo tanto es legítimo venderles mercadería de segunda a precios de primera.
En este proceso tan injusto podemos ilustrar la diferencia entre eficiencia, eficacia y efectividad. Con un mínimo de dinero, el organismo importador puede comprar muchos artículos, luego venderlos muy por encima de su precio de costo, con todo lo cual cumple sus planes y alcanza la eficiencia y la eficacia, pero no la efectividad. Porque esta mide el impacto en el consumidor. Y no puede ser efectivo aquello que genera inconformidad, descontento y frustración. ¿A qué sociedad u organismo le conviene el descontento, la frustración y la inconformidad?
La relación es aparentemente comercial. En el fondo, el resultado es político. Y, creo, que cuando Fidel dice en una de sus tantas perdurables ideas que revolución es cambiar todo lo que debe ser cambiado, se está refiriendo a lo que estorba y perturba que el socialismo en Cuba mejore y se desarrolle: se socialice. ¿De acuerdo?