Víctor sigue presto a pasar en segundos de la sonrisa al estallido. Foto: Franklin Reyes De muchacho, yo odiaba a Víctor Mesa cuando correteaba las bases como un loco, se robaba segunda, tercera y hasta el home, y ponía en aprietos —a veces en ridículo— a los pitchers y catchers de Industriales; yo lo odiaba.
«¡Qué payaso!», pensaba cuando Víctor salía tras un batazo, y después de cogerlo agitaba la mano enguantada y explotaba en brutales alaridos, o bien seguía hasta las cercas y se colgaba de ellas como un chiquillo presuntuoso.
Y peor: cuando Víctor filmaba su película al batear, y hecho el ritual de persignarse comenzaba a gesticular después de cada envío, y presionaba al árbitro, enardecía las gradas y pegaba aquellos sus lineazos bárbaros, yo sentía que el mundo se me venía encima, porque aquel «32» de Villa Clara le acababa de aguar la fiesta al niño industrialista que yo era.
Sin embargo, cuando Víctor dejó la pelota, yo sentí que al diamante se le abría un boquete en los jardines, y lo extrañé como la tierra extraña al aguacero. Ido el astro, ya no tenía a quién odiar en el terreno, y una contienda deportiva sin contrarios abandona su tierna condición agonística.
Así pues, tengo una deuda de gratitud con él; y me temo que nunca se la podré pagar. Es más: usted también la tiene, lo mismo si simpatiza con Pinar que con Santiago, con Camagüey o Granma. Porque Víctor, en Cuba y fuera de ella, fildeó cuanto puede fildearse en el outfield, dio jonrones sublimes, desgastó cuatro fábricas de spikes, quiso sus camisetas como nadie y se maltrató el pellejo en todos los estadios.
Por calidad atlética y carisma, era un showman legítimo. El más grande que hayamos tenido en este pasatiempo. Y ahora uno lo ve salir de los dogouts, exaltado por la pifia garrafal de un jugador, y recuerda enseguida al virtuoso patrullero central de los centrales. Y advierte que no ha cambiado con el tiempo. Sigue presto a pasar en segundos de la sonrisa al estallido, sigue siendo distinto a los demás. Sigue muy Víctor. Es el mismo de antes. Solo le sobran libras y le faltan las patillas.
Víctor Mesa pertenece a la especie de los que nunca pasan inadvertidos. En su etapa de jugador activo, dividió a la fanaticada en partidarios y detractores suyos. Y como manager, igual: unos adoran su afición por la velocidad, las jugadas atípicas y la severidad con los errores; otros censuran sus frecuentes desplantes, y le achacan cierta predilección impenitente por el riesgo.
Hay razón de ambas partes, e imagino que él, sincero a muerte, sea el primero en admitirlo. Pero lo indiscutible, lo que nadie le puede negar a Víctor Mesa, es que ha conseguido extraerle los zumos a una tropa naranja que, ni siquiera de lejos, se asemeja a las que representaron a Villa Clara años atrás. Y este domingo...
El domingo, cuando Víctor salió entristecido a saludar a sus rivales, sentí pena —no lástima— por él, y me brotó de súbito este réquiem. Este réquiem por un guerrero que ha caído sin reclamar clemencia y con la espada en alto.
Pasa que poco a poco, juego a juego y nostalgia tras nostalgia, he entendido que la esencia del deporte se parece demasiado a Víctor Mesa. Y que en algún idioma de este mundo —no sé en cuál— su nombre debe ser traducido como «béisbol».