Hace exactamente un año estuve ahí, con la sensación de que nada había cambiado en tres décadas y que los rastros de sangre seguían frescos sobre el pavimento y se perdían del otro lado de la cortina metálica, en la entrada principal del taller. Un hombre, con cara y maneras de sicario, me impidió pasar a lo que había sido uno de los más famosos centros de la transnacional del crimen que operaron los servicios secretos de las dictaduras del Cono Sur con la complicidad de Estados Unidos.
Jamás me pasó por la cabeza que la obstinada decisión de aquel señor de no responder ninguna pregunta y de obstaculizar cualquier vestigio de curiosidad, escondía en realidad otro crimen.
Sin mirarme siquiera, me dio la espalda. No quiso escuchar que había atravesado Buenos Aires con el único propósito de conocer aquel sitio, donde se perdieron los rastros de los cubanos Jesús Cejas Arias, de 22 años, y Crescencio Galañega, de 26. Ambos fueron secuestrados el 9 de agosto de 1976 por unos 40 hombres armados, que los llevaron a ese centro clandestino conocido como Automotores Orletti, porque en su planta baja se encontraba un supuesto taller mecánico con ese nombre. En la planta alta, «había una sala de interrogatorios, otra de torturas y una terraza donde se colgaba la ropa a secar», como identificó el informe «Nunca Más» sobre las atrocidades de la dictadura argentina.
En junio de 1976 el lugar había sido arrendado por los servicios represivos del dictador Rafael Videla y era una de las 300 prisiones clandestinas del régimen. Se destacaba, sin embargo, por dos hechos de particular excepcionalidad: funcionaba como base principal de las fuerzas de Inteligencia extranjeras que operaban en Argentina, articuladas en la Operación Cóndor, y estaba diseñado para que nadie pudiera contar luego lo que allí había visto y padecido.
«Para probar que el horror sigue vigente, una parte de esa propiedad sigue estando a nombre de Santiago Cortell, el mismo que firmaba el contrato de alquiler cuando los dueños de la vida y la muerte en ese sitio eran Felipe Salvador Silva, nombre de cobertura del parapolicial Aníbal Gordon, y el general Otto Carlos Paladino, ex jefe de la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE) durante la dictadura», publicó este viernes Página 12. El diario daba cuenta de la clausura, en ese mismo lugar, de otro centro secreto en el cual la tortura tenía la forma de «trabajo».
Las víctimas eran esta vez unos 20 ciudadanos bolivianos, entre trabajadores explotados y sus hijos: dos adolescentes, dos niños pequeños y un bebé. Además de trabajar de 7 a 23 horas por un sueldo miserable, los obreros vivían en condiciones infrahumanas, encerrados tras puertas enrejadas y con solo una hora al día de descanso para comer. En el taller se confeccionaban pantalones, camisas y abrigos para la marca Modas Lim, propiedad de un coreano llamado Lim Hyunuk.
Todo parece indicar que ya era una cárcel de bolivianos cuando hace apenas un año me asomé al antiguo Automotores Orletti, de la calle Venancio Flores 3519-21, esquina a Emilio Lamarca, en el barrio Floresta, de Buenos Aires. Los esclavos, silenciosos, debían estar en el piso de arriba, cuando yo me horrorizaba con lo que veía en la parte de abajo: entre carros viejos y otros nuevos, seguía estando el tanque de agua y unos ganchos fijos en el techo, de donde se colgaba en la década del 70 a los presos para supliciarlos con la técnica del «submarino». En ese lugar también torturaron a la nuera —embarazada de siete meses— y al hijo del poeta Juan Gelman. La muchacha de 19 años fue trasladada a Montevideo para que, antes de ser desaparecida, diera a luz a su hijita. De Marcelo Gelman, periodista y poeta como su padre, nada se sabe.
Ni en 1976, ni hasta hace tres días, por más que los presos gritaran de dolor o de cansancio, se escuchaba nada afuera. Frente a la casa una línea de trenes corta la calle. Cuando el paso de los vagones no ensordecía el lugar, los carceleros de antes y de ahora mantenían la radio a todo volumen y se beneficiaban, además, de las voces y los juegos de los niños y de las campanadas de la escuela Mauro Fernández, cuyo patio linda con el edificio. Ninguna tarja, ni estatua de mármol, ni monolito, ni escraches identificaban hasta este viernes por la noche que allí había funcionado un centro clandestino de detención.
Con ese humor macabro que a veces tienen los asesinos, los militares de Cóndor llamaban a este centro «El Jardín». Pero como suele ocurrir en estos casos, la realidad puede ser aún más sádica: con el paso del tiempo, Orletti apenas mudó por otras sus espinas.