El optimismo desenfrenado nos asecha cuando, si estás apurado, alguien te advierte: No corras, hay más tiempo que vida. Uno, al oírlo, sonríe disimulando las ganas de responderle: si, cará, por eso me apresuro, porque la vida siempre es corta frente al tiempo. Habría que virar al revés, o al derecho, tan consoladora frase, y decir: Apúrate, que hay menos vida que tiempo. Solo así es válido el optimismo ante el paso de las estaciones y los años.
Del tiempo pues, escribo. Del tiempo, ese fluir que nos parece medio mágico, medio abstracto y que resulta a la vez tan real como forma de la materia. Siempre es abundante para sí mismo y avaramente escaso para nosotros los seres humanos, que habituamos a perderlo por iniciativa propia o nos lo hacen perder por iniciativa de nuestros semejantes, que entonces ya empiezan a desemejarse un tanto para convertirse en funcionarios, administradores, bodegueros, panaderos, gastronómicos, bancarios, recepcionistas... Un ceremil de rostros por lo común distintos a nosotros. Al menos, nos tratan como si fuésemos clientes, usuarios, consumidores de otras galaxias.
La pérdida del tiempo es uno de los derroches más significativos y menos reclamados en nuestra sociedad. Solemos quejarnos de lo engorroso que siguen siendo los trámites relacionados con la vivienda: engorrosos, molestos, desesperantes. Nunca, sin embargo, la queja se refiere al tiempo que botamos ante la puerta de un cuño o de una firma autorizada. O pidiendo una audiencia. Y qué decir del servicio gastronómico; de esas cenas o almuerzos que sobrepasan las dos horas como si uno a cambio de la comida entregara su tiempo. Así, entonces, pagaríamos doble: en dinero y en tiempo. El tiempo vendría a ser como un impuesto. Pero qué ganan los que nos sirven de forma tan lenta. Ganar, a la verdad, no ganan nada material. Simplemente, disfrutan la inconsciente lujuria de hacernos esperar a la mesa o a la puerta del restaurante. Gozan de los placeres del poder; de poder hacer que otros esperen mediante su paso demorado o la relación irracional entre cocina y comedor.
Ahora, cuando la vida se me ha reducido en edad, me percato de cuánto tiempo he perdido. Si fuera a pedir indemnización, habría que compensarme con por lo menos diez almanaques con sus doce hojas enteras: tiempo extra en el juego de la vida, como lo concede el árbitro de fútbol cuando, al llegar al minuto 90 del partido, descuenta los no usados efectivamente detrás de la pelota en cancha válida. Ahora bien, del que he perdido por decisión propia, por inconciencia, lo recupero esforzándome el doble ahora cuando dicen que estoy en edad de descansar. Pero del otro tiempo, del que me han obligado a dilapidar quién me resarcirá. Nuestro país parece organizado para desgranar el tiempo como una millonaria mazorca de maíz. Ni comprar los mandados de la libreta de racionamiento ha sido una tarea rápida; ni cambiar un cheque en el banco, algo tan aparentemente fácil en una institución tan seria. ¿Y de las reuniones qué hemos de decir? Tuve un amigo escritor, ya fallecido, que en su retiro se lamentaba de haber invertido tantos días, semanas, meses, en reuniones que, al cabo, nada resolvían salvo saturar el ambiente de nicotina o dar la ilusión de que todo estaba bajo control. ¿Y de los ómnibus? Mejor que nada diga de los ómnibus.
Bueno, se me acaba el espacio y el tiempo destinado para recorrerlo. Como última recomendación repito esta máxima para reflexionar: Hay menos vida que tiempo. Después, quizá solo quede el arrepentimiento por no haber hecho cuando se debía hacer. A tiempo.