Que el español coloquial practicado en Cuba se ha cargado de irritantes muletillas representa una realidad, y traspasó hace mucho los umbrales de medios de tanta fuerza en sus formas de propagación del lenguaje como la radio y la televisión.
A veces tales latiguillos, usualmente consignados por Celima Bernal en su sección Del lenguaje del periódico Granma, llegan a exasperar debido a su indiscriminado manejo, más que a la recurrencia de su empleo.
Si un oyente o televidente tuviese el trabajo de contar cuántos «nada...», «te cuento...», «un poco que...», «di tú» y decenas de parientes de la misma familia se topa al día en el dial o la pantalla, no le alcanzaría una agenda.
Esto, claramente, no es un fenómeno privativo de la variante criolla del lenguaje. Sucede, a su manera, entre los más de 400 millones de personas que hablan el castellano en el orbe. Ocurre, igual, en todos los idiomas.
Son «tácticas de conversación», matizan los especialistas. Si bien —piensan ellos y yo—, el hecho de que en cierto momento funcionen no indica que su saturación nos haga mejores comunicadores o algo parecido.
Por el contrario, reduce y coarta proyecciones. Uniformiza la expresión cotidiana en vez de vivificar su torrente sanguíneo. La abotargan con esta suerte de orgía de los modismos lingüísticos, los cuales pasan de moda a norma.
Crecí enamorado de mi idioma, de la belleza de sus giros, de sus frases, de su amplitud semántica, su variedad léxica, su increíble generosidad para poder expresar algo gracias a la bondad de cualquiera de sus vocablos.
Quienes compartan semejante admiración, se sentirán incómodos entonces al verlo lastimado, no solo mediante estas frases hechas al uso, sino también a través de dichos al estilo de «Gracias por existir».
El mencionado ha devenido la variante expresiva más socorrida de algunos comunicadores, sobre todo televisivos. Si antes la guardaban para celebridades, ahora la destinan al primero que les parezca en el espacio menos pensado.
Aunque el punto no está en para quién la reserven, sino fundamentalmente en el proceso de vaciado semántico en que la sumergieron.
Lo que en un momento —a lo mejor el primer par de veces que fue dicha—, pudo impresionar, a estas alturas es un almíbar que se derrama sin sentido por fuera del pastel.
Da ganas de llorar cómo la erigieron en alternativa de la palabra adiós. Al prefabricarla como neovariante de despedida, viene casi por decreto el soltarla al término de la conversación.
«¡Qué bella persona eres, cómo te quieren todos, gracias por existir». Fin del diálogo, terminación del guión.
La frasecilla en sí forma parte de una emergente tendencia laudatoria que ciertos practicantes del oficio tienen para con sus entrevistados. ¿Creerán que, a mayor encandilamiento de su interlocutor, tendrán mayor aprobación de sus receptores?
Se trata de lo que llamo academicismo de campana mal oída, cuya corrupción sistemática haría metástasis. Ojalá alguien salve a estos «académicos» de su error. Entonces ellos, como nosotros, daríamos gracias, pero esta vez por que no existieran las ridículas frases hechas.