Así lo llamó John Le Carré y así lo presentan en todas las escuelas de Periodismo, por lo menos desde la década del 80 del siglo pasado hasta la fecha, y es de esperar que lo siga siendo mientras la palabra sirva de intermediaria entre la ilusión y la realidad, entre el ser humano y los hechos.
Aunque nació en Polonia en 1932, Ryszard Kapuscinski era uno de los nuestros, alguien que no solo parecía haber estado en todas partes, sino que podía hacerte sentir que tú estabas con él en todas partes. En la Universidad no leíamos sus libros y sus reportajes, sino que vivíamos entre cucarachas en las aldeas más pobres de Nigeria, nos subíamos en camiones que bordeaban abismos, atravesábamos el desierto con los nómadas, sobrevivíamos a emboscadas de unas guerras incomprensibles, teníamos miedo y sed, llorábamos de tristeza ajena y al final del camino, siempre estaba la vida —la suya, la nuestra, la de los otros— como una gran aventura.
Periodísticamente hablando, Kapuscinski era y seguirá siendo un Marco Polo del olvidado Tercer Mundo. Cuando el destino del planeta parecía dirimirse solo en las capitales de Europa y en Estados Unidos, él se fue a la India, a África, al Medio Oriente. Puso sus ojos y sus sentidos en sitios que llevaban nombres que no les decían nada a sus contemporáneos occidentales, e intentaba quedarse al margen de las paradas obligadas, de los estereotipos, de los lugares comunes. En el prólogo de Ébano —donde relata su experiencia como corresponsal en África, una obra maestra—, niega que este sea un libro sobre el conti-
nente africano: «Este continente es demasiado grande para describirlo. Es todo un océano, un planeta aparte, todo un cosmos heterogéneo y de una riqueza extraordinaria. Solo por una convención reduccionista, por comodidad, decimos “África”. En realidad, salvo por el nombre geográfico, África no existe».
Vivió a la tremenda. Presenció 27 revoluciones, fue corresponsal en 12 frentes de guerra y lo condenaron en cuatro ocasiones a ser fusilado. Fue amigo del Che Guevara y un candidato permanente para el Nobel de Literatura, con más de 20 libros publicados, traducidos a casi todos los idiomas y —cosa rara— leídos con pasión por periodistas, escritores y lectores anónimos. Sin embargo, para él la Historia en mayúscula solo era posible encontrarla en las pequeñas historias, en la gente que lucha por sobrevivir en las monstruosas ciudades atestadas de campesinos expulsados de sus tierras, en las aldeas dejadas al margen de la civilización, en los pueblos convertidos en estereotipos cómodos de las codiciosas metrópolis.
Aunque ha sido y seguirá siendo lectura obligada en las academias de Periodismo, nadie puede sacar de Kapuscinski una receta. Su lección es su obra, casi tan vasta como los caminos que anduvo y casi tan inquieta y diversa como la gente a la que conoció. Su lección es, también, la obra que dejó por hacer para que otros la terminen.
Kapuscinski murió hace unos días, en Varsovia, dos meses antes de cumplir los 75 años. Entre sus papeles descubrieron cientos de apuntes para reportajes y relatos que habría querido escribir. Al parecer, en un momento dado se sintió viejo y anotó al margen, como Leonardo da Vinci, «no se debe desear el imposible», lo que indudablemente era una triste réplica a la vastedad de sus ilimitados anhelos. Y, sin embargo, luego tuvo fuerzas y añadió otro margen al margen inicial: «ahora continuaré».