La verdad se nos levanta ante los ojos: hay que reimplantar la disciplina laboral, rescatarla de los aspavientos de la indisciplina. Pero la indisciplina no supone solo un fenómeno, una manifestación de desorden. Tiene sus causas. De modo que para proscribirla, corregirla, necesitamos tener en cuenta principalmente el origen del relajamiento. El médico que solo ataca los síntomas, para aliviarlos, no cura la enfermedad. Esa es la terapéutica de la aspirina.
Quizá para tratar este tema deba «filosofar» un poquito. Advierto antes que, en Cuba, cuando alguien trata de pensar, se le acusa de ser filósofo, como si serlo fuera el resultado de una maldición. Hasta los periodistas, que somos los primeros en reclamar nuestro derecho a pensar, a veces se nos va esa pifia. Cuando uno de nuestros entrevistados o encuestados quiere entrar en el fondo de la cuestión, explicar los fundamentos soterrados de las deficiencias y las insuficiencias, introducimos la cita de sus palabras como alguien que trata de ser «filósofo», entre comillas. Lo leí así recientemente.
Pues bien, quiero filosofar. Y qué. Tal vez diga algo que no se empariente con la relatoría machacona de las deficiencias del país. Digo, por tanto, que la lucha contra la indisciplina supone, para empezar, reordenar nuestro régimen de salarios y estímulos. No niego que hagan falta sanciones, exigencias, pero parejamente se ha de ir modificando un orden que ya parece no ser efectivo. Cualquier «filósofo» del montón diría que problemas viejos en circunstancias nuevas, necesitan también de soluciones nuevas. Y de enfoques nuevos.
En efecto, me parece que la visión que intenta resolver un clima bastante extendido de indisciplina, solo con la sanción o la llamada exigencia —que algunos creen que equivale al grito— no avanza en sus propósitos. Por momentos me ha dado pena ese enfoque que, ante toda quiebra de la norma, pregunta: «¿Ya le aplicaron la sanción?» Me gustaría, en cambio, que las primeras preguntas fuesen: «¿Ya averiguaron por qué este hombre o mujer actuó así? ¿Lo hemos estimulado a no equivocarse?»
Echamos de menos un cambio de enfoque, en el que lo constructivo ha de ir por delante. La disciplina del trabajo, sobre todo, no corresponde solo a los trabajadores. También toca a quienes dirigen el proceso en la empresa, el establecimiento, la unidad, el centro, sin aplicar el estéril método de la sanción o el grito. Hemos querido vivir en una sociedad socialista, humanista, con el ser humano, la persona, como eje de los procesos sociales. Parece, así, que nuestra organización laboral, social, en fin, debe dirigirse a estimular a ser mejor. Y eso no se consigue solo con el castigo, ni con un rigor que olvide que el hombre no suele andar mucho con una piedra en el zapato... Cuando algo lo pincha, lo anula de algún modo.
Claro, estímulo es una palabra muy ancha. Y no bastan, para estimular a fondo, incrementos salariales que no compensan los precios en el mercado; ni los títulos de vanguardia o destacado, que en ciertos lugares se otorgan un tanto aritméticamente. Quizá, si un jefe se acerca como sistema, sinceramente, sin demagogia, a uno de sus subordinados, y le pregunta por su trabajo, su familia, por el niño con diarreas, quizá eso sea tan efectivo como un aumento de sueldo, o complete los efectos del pago justo y diferenciador de la calidad y la disciplina. Al menos, acerca, relaciona a cuantos, en diversos puestos y posiciones, persiguen los mismos fines en la propiedad socialista. Esos vínculos ayudan a mejorar. ¿Pero cuántos actúan así? Tengo que admitirlo: la solución pasa por un reenfoque global...