En este comentario no voy a anegar mi juicio en el pozo ciego de quienes despotrican del reguetón a la menor oportunidad, ni mucho menos caeré en el círculo vicioso de intentar hallar un punto de equilibrio entre sus presuntas virtudes y sus supuestos defectos.
El reguetón es un hecho. Se recibe con vehemencia ya casi en cualquier parte del planeta; los políticos de olfato más zorruno dan sus pasillos para ganarse al «populacho»; copa espacio en los Grammy, MTV, Billboard; se baila desde Cuba hasta Alemania...
Creo que si en este último país o en otro cualquiera se hiciera algún nuevo animado a partir del relato infantil de Los músicos de Bremen, de seguro pondrían al perro, al burro, al gallo y al gato bailando con uno de sus temas de fondo permanente en la banda sonora.
Que en lo personal escuchar este ritmo me motive un deseo irrefrenable de ir al baño, nada incidirá en que se siga hablando hasta el cansancio de la génesis popular de su carácter, de su extracción humilde, su impronta de grito de gueto, su olor a calle y todo eso que tanto hemos oído.
De modo que para no nadar en contra de la corriente y no salirme de los moldes de lo políticamente correcto, también me montaré en ese carro valorativo que marcha por la carretera de la tangente y propone que, más que al género en conjunto, deba enjuiciarse cada exponente por la valía de sus letras de forma puntual.
Y es aquí que llegamos al meollo de este material: lo que sí no tiene defensa alguna, por donde se vire y mire, es la forma en que se está escribiendo para el género en Latinoamérica, el Caribe con su Cuba, los Estados Unidos y hasta ciertos sitios de Europa.
La agresividad propia de la esencia marginal del reguetón se ha trocado en discriminación del prójimo, animalización del erotismo, vulgarización a ultranza del texto y socavación a grados muy perniciosos de la dignidad femenina.
Para no difuminar este trabajo hablando de lo general sin aludir a nada o a nadie en particular, diré que ejemplos son varios los que encontramos aquí en Cuba en torno a lo anterior.
Así, pues, detengámonos en el estribillo de una de las canciones que más se repite ahora mismo en los medios de comunicación nacionales, y más oyen y tararean los jóvenes:
«Déjala que llore por mí (coro: ¡que se vaya!), que aquí nadie se muere por nadie, que con mi gente yo me voy pa´l party, porque yo soy un camaján de la calle (coro: ¡qué volá!) (se repite). Ahora no me vengas llorando, ahora no me vengas pidiendo (...), recoge tus maletas y vete bajando».
La óptica de dominación masculina burda y zafia —en todo instante minimizadora a conciencia del sexo femenino—, que resuma un texto como este, es sencillamente denigrante.
Luego que, meses atrás, la más salaz de las Caperucitas posibles entablara un forcejeo verbal de tinte lúbrico con un lobo filopederástico en un tristemente célebre reguetón de Clan 537, ahora Acento Latino vuelve a poner en muy mala posición a las féminas con el misógino tema aludido.
Ninguno de estos músicos —alguno, incluso, está más rosáceo que Vanilla Ice— tiene que ver con la onda del gueto ni cosa semejante. De lo que se trata aquí es, sin cortapisas, de la búsqueda a toda costa de enganchar con algo pegajoso, sin reparar un ápice en el costado maligno de lo que propalan.
No hay que impartir Psicología en la Universidad para saber que, en la adolescencia, el mecanismo de identificación con personajes fílmicos, figuras del mundo artístico y letras de canciones está, por lo general, muy acendrado a la personalidad del joven.
A esta altura de sus vidas todavía están en fase de construcción las herramientas de juicio que les permitan salvarse de tal propensión natural, a resultas de que, entonces, se corra el riesgo abierto de que tomen como patrón de comportamiento modos de conducta así de bárbaros.
Bárbaros digo, porque esta y otras letras (que no tienen el patrimonio del mal gusto en exclusiva estos músicos), responden a visiones y conceptos primarios, retrógrados, incivilizados en cuanto a la valoración de la mujer.
Para oler a esquina (como dice Willy Colón) no hay que atacar a las mujeres. Para ser más «auténtico» no hay que ser más soez. Ya sobran camajanes; aunque, por suerte, todavía hay personas que son capaces de amar a otras al punto de morir por ellas.