Cuando mi jefe me pidió una columna para esta página le dije que estaba trabajando en eso. ¿Qué significaba la frase? ¿Que ya tenía el tema? ¿Que había seleccionado los datos? ¿Que había escrito los primeros párrafos? Así, me sorprendí dándole una respuesta afirmativa, respetuosa, pero imprecisa: no entrañaba ningún compromiso de la índole de «entregaré el artículo tal día, a tal hora estará listo».
La ambigüedad puede resultar muy productiva, reconocen expertos, pues despierta la atención, exige un esfuerzo de interpretación y permite numerosas lecturas del mensaje.
Comoquiera, fue una respuesta optimista. Si hubiera acudido a gerundios como tratando (de), pensando (en) o valorando, «la cosa se habría puesto en llamas».
Imagine la exclamación de su vecino ante el batazo de Cuba con el cual se decide un campeonato mundial de béisbol; en lo que se dice durante un partido de dominó; en una parada; en gestiones burocráticas; ante una noticia trágica, una arbitrariedad...
Es la fuerza de lo que se conoce como retórica espontánea, el espacio retórico de las palabras: las dimensiones de sentido se abren a sucesivas recuperaciones de sentido. Había firmado Du Marsais, en su Tratado acerca de los tropos (edición de 1811) que se hacen más figuras en un día de mercado en la plaza que en muchos días de asambleas académicas.
Una obra constructiva «terminada en lo fundamental» está casi terminada (o virtualmente terminada, o a punto de ser terminada...); un «embarcado» es alguien metido en tremendos problemas. El significado es cuestión de contexto.
Sin embargo, no poca teoría lingüística se resiente frente a «la actividad», «los factores» o «los mecanismos establecidos».
Metáforas universales —como «cumbre de los países más industrializados» (poderosos, sí, pero no montañas); «precio por las nubes» (alto, pero sin alas), se aplatanan y recargan semánticamente.
Al saludo la respuesta es «ahí», que acompañada de un gesto de indiferencia o resignación, o de los complementos «tirando» o «ya tú sabes», puede significar bien, regular, más o menos, mal...
Mención especial merece el suspenso: «y de aquello, ¿qué?», y las no menos misteriosas posibles respuestas: «estoy en eso» (gestionando algo); «voy en esa dirección» (en pos del objetivo pero sin meta o plazo fijo). Imperdonable sería soslayar los verbos resolver (ya se resolvió, y no precisamente un enigma) y conseguir (adquirir por vías no convencionales).
Otra prueba de que las palabras tienen valores expresivos y sociales lo constituyen «tallar» (a la chiquita, al tipo, hacer un talle por coordinar); «tumbar» (quitar algo a alguien) y el tristemente célebre «luchar» (abarca desde el trabajo más rudo, pasando por el enfrentamiento a la vida cotidiana, hasta reprochables modos de supervivencia y la marginalidad).
Nuevas nominaciones, extensiones, resemantizaciones, predominio de la exportación de signos y de la circulación de capital simbólico... la manipulación lingüística no es únicamente un problema filológico.
Las primeras expresiones del hombre fueron tropos. Pero, por qué, luego del larguísimo trecho recorrido desde la caverna hasta el ciberespacio, tantas abstracciones.
A pesar de la erosión postmoderna de fundamentos y valores, la comprensión no ha dejado de ser un proceso referencial. Entendemos algo porque lo comparamos con lo que ya conocemos.
Más allá de los usos y abusos; de lo que pueda considerarse pobreza o riqueza del lenguaje; de lo que cada operación discursiva devela, oculta, disimula o amplifica, está lo que la lengua aporta a cada época y lo que cada época aporta a la lengua. Está la necesidad de comunicarnos, y, sobre todo, de entendernos dentro y fuera de nuestro microcosmos.