Aquel amigo turista se montó en el Viazul queriendo comerse a Cuba con los ojos y comprobar, por sí mismo, lo que decían las guías turísticas.
Intuía que la Isla era un paraíso de playas, absolutamente repleta de mulatas rumberas, ron, tabaco y carros norteamericanos de los ’50.
Veinticuatro horas fueron suficientes para entender que las guías son cascarilla. Atrapan una visión mercantil del producto turístico y no las esencias de un pueblo donde conviven pasado y presente. Comenzaba a entender que Cuba era otra cosa, pero, sobre todo, un corazón abierto al forastero para darle lumbre como si estuviera en casa.
Comenzó el viaje. Encendieron el televisor del ómnibus. Pensó combinar el paisaje de la ventanilla con el de la pequeña pantalla que de seguro le mostraría otras lindezas del alma cubana.
Casi infartó. En lugar de Fresa y chocolate o La muerte de un burócrata, clásicos del cine de los cuales le comentó un amigo al saber que venía a este país, sintió la patada, en pleno rostro, de un Jackie Chan que luchaba contra una pandilla de la droga en Hong Kong. Le siguió un musical y estaba convencidísimo de que se encontraría, cara a cara, con la tan famosa Trova Santiaguera, con Compay Segundo y la Omara del Buena Vista Social Club deshojando, de puro amor, Dos gardenias... Su lugar fue robado por Chayanne, un grupo llamado Los Bukis del cual jamás había escuchado, por José José...
Decidió cerrar los ojos para que no se le siguiera rompiendo el país que soñó desde la distancia. Su desasosiego fue tal que llegó a dudar si realmente estaba en Cuba.
A esa experiencia se suma la mía. En una ocasión viajé en un ómnibus en el que, ante la insistencia de los viajeros, los choferes confesaron que no tenían nada que poner en la videocasetera. Enseguida saltó un joven y ofreció uno de esos pésimos shows de Univisión que, como un atentado a la inteligencia, nos mal acompañó toda la noche.
Llegaron meses atrás los nuevos ómnibus Yutong, y pensé que, ante tan feliz estrategia por aliviar los sofocos del transporte nacional, el paisaje sería otro. Que uno haría el viaje en compañía de nuestros artistas o se mezclarían con los foráneos para complacer gustos. Que se podría ver allí a ese misterioso personaje del videoclip cubano, el «camarada» Lucas, tratando de descifrar el misterio que se esconde tras el muro.
Pero en mi experiencia personal, no ha cambiado para nada ese absurdo impuesto por nosotros mismos en acciones impensadas. Con las mejores intenciones de complacer, a veces se propone lo peor de la cultura foránea; fórmulas de pobreza espiritual que asustan y embrutecen en tanto son el ¡Ábrete Sésamo! a falsos valores vendidos por las trasnacionales como mercancía de primera.
Y no es asunto de defender un nacionalismo a ultranza ni de hacer de esas pequeñas pantallas cines de ensayo o escenarios de la música de alta costura. Es cuestión de una fórmula conciliatoria, que combine a un Andrea Bocelli con un López-Nussa, a un Pablo Milanés con Luis Eduardo Aute y La Oreja de Van Gogh, que sepa mezclar a La bella del Alhambra con Casablanca.
Un país que trata de defender el diseño de una cultura coherente con propósitos y esencias no puede descuidar el más mínimo espacio social donde comulguen divertimento y enseñanza noble, donde construyamos, de verdad, la nación con que soñó Martí.
Comprémosle pues, en nuestras lustrosas Yutong, pasaje a Buena Fe con todo su Arsenal; a Eliades Ochoa, para que el problema no se nos convierta en el indescifrable enigma «de quien nació primero, si la gallina o el huevo»; al propio Lucas con sus «alocados» videos; a Arnaldo con su Talismán para «que no se apague esa lucecita» que, como faro de la identidad, defienda nuestros valores frontera adentro y traiga al turista amigo, al visitante, sin descalabros ni naufragios, a tierra firme.