Las llamadas categorías que imperan hoy en la Gastronomía influyen en la desvalorización de nuestro menguado peso.
El asunto se las trae y, verdaderamente, deja perplejos a muchos esa magia de multiplicación, no de los panes y los peces, sino de los dividendos, gracias a las divinas categorías.
En lo espiritual, le estropea el corazón a cualquiera, porque es difícil entender algo que en lo material le cercena los bolsillos a la gente.
Abundan los diversos precios para un mismo producto, de acuerdo con el lugar, sin que exista, por lo general, una diferencia de calidad entre uno y otro.
Las categorías también exhiben cosas increíbles. Por ejemplo, una tortilla con pan, en la cafetería Hatuey, vale dos pesos con 30 centavos, y hay que ingerirla de pie; mientras que en el merendero Villa Clara cuesta menos de un peso.
En el «hamburguecentro» usted debe hacer la cola, comprar el alimento y llevarlo para la mesa, a diferencia de El Recreo, donde se lo sirven, y cuesta menos o igual.
Las pizzas comercializadas en El Pullman y otros establecimientos de ese tipo, —los de la llamada comida rápida o «para llevar»—, tienen igual precio que las consumidas cómodamente en la cancha.
Esos ejemplos de centros de Santa Clara también afloran en otras localidades más allá del terruño villaclareño, y confirman que en esto de la categorización se ha perdido cierta lógica.
¿Cómo es posible que donde el usuario haga «autoservicio» tenga que desembolsar mayor o igual cantidad de dinero?
Incluso, a veces en los lugares donde pagamos menos es mejor la atención, cuando la calidad en el trato debe existir en todos los establecimientos.
Está claro que vale cobrar más por el confort y la mejor calidad, pero a veces se encarecen los servicios sin una correspondencia y, para colmo, con incongruencias como que servirse uno mismo le cueste más.
Cuando se deteriora determinada prestación, de inmediato hay que ajustar los precios para evitar estafas a los usuarios, en vez de culpar del desorden a la falta de recursos.
Digámoslo sin rodeos: hay muchísima agilidad para aumentar los precios que ha de pagar el consumidor, pero una lentitud demoledora para mejorar la calidad.
Dejemos a un lado las cotizaciones infladas que se convierten, en definitiva, en un escollo para la economía y deprecian la moneda nacional, el salario.
El método se ha generalizado a pesar de la orientación de la dirección estatal que establece alcanzar la rentabilidad sobre la base de la eficiencia, y nunca a partir de cobrar en demasía lo que, en muchas ocasiones, encubre fallas en la gestión económica.
La sabia fórmula sigue sin concretarse. Informes y estadísticas muestran ganancias exageradas de entidades que, en el colmo del delirio, las presentan cual éxitos, como si encarecer la vida fuera bueno.
Por suerte, el enredo de las categorías no se ha expandido a otros sectores del Comercio. Si no, imagínese cuánto le costaría a un consumidor una libra de yuca,—¡a casi un peso la libra ahora!—, en esos agromercados con aire acondicionado.