El único trocito de naturaleza que Ana Frank veía desde la ventana de su escondite, está a punto de morir. El castaño de indias descrito con ternura por la niña en el diario más famoso del mundo, será talado en los próximos días porque se encuentra gravemente enfermo, atacado lentamente por un hongo que ha carcomido casi todo el interior del tronco. La enfermedad, dicen, es irreversible.
Lo ha confirmado la Fundación Ana Frank y la noticia aparece en los diarios, colgada de recuerdos mustios, al margen de otros datos siniestros en un mundo todavía en guerra. Pero la nota que viene de Holanda no habla de las Anas actuales, sino del castaño, que tiene 150 años y ha empezado a tomar un tono marrón, lejos de aquellos verdes llenos de vida que Ana describió poco antes de ser enviada primero a Auschwitz-Birkenau y luego a Berger-Belsen, donde murió de tifus.
Gracias a su diario, sabes que no eran los edificios de la hermosa y fría Amsterdam, ni el pequeño empedrado que ella divisaba desde el desván donde se escondía su familia de los nazis, lo que le aliviaba su soledad. Era aquel universo de hojas, aquella ciudad construida por aromas, sonidos y sombras de la tarde. Sin saberlo ni sus padres y ni su hermana Margot, con los que compartía unos pocos metros del escondite, a ese árbol compañero le dedicó algunas de las palabras más esperanzadoras y felices del diario:
«Los dos miramos el cielo azul, el castaño sin hojas con sus ramas llenas de gotitas resplandecientes, las gaviotas y demás pájaros que al volar por encima de nuestras cabezas parecían de plata, y todo esto nos conmovió y sobrecogió tanto que no podíamos hablar». (23 de febrero de 1944) «Nuestro castaño está florecido a pleno desde los ramos más bajos a la cima, está cargado de hojas y mucho más bello que el año pasado» (13 de mayo de 1944). «Abril es realmente maravilloso; no hace ni mucho calor ni mucho frío, y de vez en cuando cae algún chubasco. El castaño del jardín está ya bastante verde, aquí y allá asoman los primeros tirsos». (18 de abril de 1944)
Para escribir algo así, en un momento en que parece que el mundo se acaba, se necesita mucho espíritu. Tanto, que 60 años después sientes que de algún modo Ana venció a los nazis y que se enciende una vela en la oscuridad cuando lees ese texto y hasta cuando te duele la agonía del árbol que la acompañó y la hizo feliz.
Sientes, también, que con la última sombra del castaño se irá un testigo de la sabiduría de la niña, de sus apegos entrañables, del valor de su palabra, de sus sentimientos por el prójimo, de sus desgarraduras, que fueron la de millones de judíos... Y sabes que para muchos de ellos, como Ana Frank, separarse del lugar y los árboles que amaron tuvo consecuencias devastadoras. «Todo cielo, cuando no es el nuestro, ahonda el sentimiento de desamparo, y eso lo conoce bien el pueblo judío», diría Ernesto Sábato.
No dudas de que los judíos ofrecieron gran parte de lo más alto y noble que haya producido el género humano, incluido el cristianismo. Pero cuando descubres en los titulares de hoy la historia de este castaño que va a morir y desempolvas el diario de Ana Frank, no puedes dejar de preguntarte: ¿Es posible imaginar por un instante a un espíritu como el de esta niña aprobando las acciones del Estado de Israel contra las indefensas poblaciones palestinas y libanesas?