EL mundo del periodismo no puede vivir sin erratas. Esas pequeñísimas convulsiones que nos recuerdan, a la prensa y a los periodistas, que somos falibles.
Y no digo esto para justificarme. A la lectora Adriana Caballero le asiste todo el derecho del mundo de reclamarme haberle otorgado un Nobel a Galeano, en mi artículo Diluvio de balones, cuando, oficialmente, no le ha sido otorgado. Y digo oficialmente porque una cosa es la gran maquinaria del premio y otra el corazón de los miles de lectores que le premian a diario.
La historia de la literatura y el periodismo están plagados de anécdotas trágicas e hilarantes sobre estas pifias que son como polillas que vienen a defecarse sobre lo escrito. Se dice que hasta un Papa murió a causa de una cuando, Clemente XI, se encontró en sus homilías recién impresas lo que se llama una errata de bulto y esta le produjo una apoplejía de la que murió a las pocas horas; o de otro pontífice, Sixto V, que en La Vulgata escrita por él, pese a ser corregida, había un montón de ellas, de manera que los pocos ejemplares que por ahí quedan alcanzan cifras astronómicas en las subastas. O el caso extremo de las obras del Cardenal Bellarmín cuya Fe de Erratas exigió un volumen aparte de 88 páginas (¿!).
Otras le han costado hasta el puesto a más de un redactor. Es la anécdota que cuenta el novelista argentino Manuel Ugarte, quien afirma que un periodista dedicó un escrito para elogiar a la hija del dueño del rotativo y ponerse en buena con este. Escribió: «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa la tinta»; pero apareció publicado: «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa la tonta».
Y recurro a estas anécdotas no para cubrir mi descuido, sino para hacer entender que humanos somos y en la prensa andamos. De modo que, públicamente, quiero eximir de responsabilidad a la correctora que leyó ese día la página y a la que, tal vez, le hayan hecho, también, el señalamiento. El amoroso exceso de confianza en la «capacidad y sagacidad» del periodista a veces les tiende esas trampas.
Confieso que una errata hace que mi amor propio se sonroje, pone de guardia mi adrenalina como si estuviera ante una alimaña a la que temo como al Diablo y, por boca del propio Juan Luis Guerra, «me sube la bilirrubina». No sé la autoría o si resulta anónima esa frase tan real que pulula por ahí y que afirma que mientras el médico entierra sus errores el periodista los publica. Agregaría yo que si «El pez muere por la boca», el periodista muere por su propia mano.
¿Qué sería de quienes escribimos sin nuestros lectores? Espejos nulos y vacíos como los conjuntos que, en las matemáticas, no determinan absolutamente nada; corazones sin sangre; hijos sin patria. Por eso, amiga Adriana, gracias por permitirme este desnudo público en que cada quien se descubre más humano y, por ende, imperfecto.