¿Cuántos sofás se habrán lanzado por la ventana cada vez que la vida traiciona los propósitos, así como el cornudo pretende evitar la infidelidad de su mujer desapareciendo solo el escenario de sus desafueros?
En Cuba, un pícaro cuento popular sigue graficando a manera de símbolo, cierta tendencia social que, agazapada, de vez en cuando nos muerde: el equivocar el camino y atajar los problemas con soluciones draconianas en la epidermis, sin ir a la raíz del fenómeno. El creer que borrando algo por decreto a los ojos de todos, se eliminan las causas que lo prohijaron.
La más reciente versión libre del cuento del sofá se registró a raíz de quejas de ciudadanos, reflejadas en la sección Acuse de Recibo que conduzco con no pocos escarceos y satisfacciones.
Desde distintas partes del país, los remitentes denunciaban lo que se ha convertido en una permanente trasgresión del orden público, una humillación a la paz de los oídos, al sueño y la tranquilidad de los vecinos: en algunos expendios de comida rápida y cervezas muy atractivos, que operan en divisas, por las noches se concentran consumidores que llevan el escándalo sobre ruedas: ya sea con esos equipos de música en sus autos a todo volumen tum-tum-tum, o chirriando neumáticos de motos, remedando a toda velocidad la caricatura de Fórmula 1 y otros vertiginosos espectáculos de la modernidad. Ya no les basta con los excesos de sus cuerdas vocales...
¿Y cuál fue el remedio para tanta incivilidad? La prohibición en algunos de esos establecimientos de la venta de cervezas a partir de determinada hora de la noche. Como si el irrespeto viniera en la cebada, y no se auxiliara de ella como de cualquier pretexto —hasta de un tímido vaso de leche fría— para hacerse sentir. Entonces los pacíficos y educados pagan las consecuencias, y se desvirtúa el propósito de esas útiles cadenas que sirven en horas nocturnas y de madrugada.
La tajante medida soslaya el enfrentamiento a lo esencial del asunto, que es hacer prevalecer, con el concurso de las autoridades correspondientes, el orden y la disciplina en los sitios públicos. Al final, los trasgresores de toda laya, fueron quienes dictaron el curso de los acontecimientos. Y la agresión sonora sigue haciendo de las suyas por todos los rincones del país.
Habría que recordar cómo languideció durante años la tradición tan cubana de los bailables populares. De alguna manera, la preocupación por los desórdenes y las fechorías de ciertos irresponsables que aprovechan los festejos masivos para hacer de las suyas, fue abortando lo que siempre fue una sana diversión. Por suerte, la propia vida ha ido dictando la necesidad de rescatar esos espacios donde, además de pulsar el alma nacional, se desata el mismo goce de vivir que con Las Cuatro Estaciones de Vivaldi.
Es como si a estas alturas rechazáramos los conciertos de rock masivos, porque algunos pueden también esgrimir los duros y a veces ásperos sonidos de ese género para amenizar y revelar los desórdenes y la violencia que llevan dentro de sí mismos.
La tendencia de «botar el sofá» es tácitamente un reconocimiento del fracaso y la incapacidad a la hora de controlar y llevar las riendas de cualquier evento o suceso en la sociedad. Las manifestaciones en el ámbito recreativo son solo las más visibles; porque en el entramado socioeconómico y de la comunicación también de vez en cuando se aplica la receta salomónica a lo que no se ha podido fiscalizar o viabilizar. Es más fácil quitar con salidas hegemónicas y rasantes, que cuidar y preservar atendiendo el fenómeno en su individualidad, en todas sus aristas.
Al final del cuento, el cornudo perdió el sofá. Pero la infiel continuó poniéndoselos en el piso, sobre la mesa o debajo de una mata de mango. Quizá muy cerca del expendio donde ahora los escandalosos traen la bebida de su casa, junto al tum-tum-tum-tum.