Así como me gusta escuchar el silbato de los trenes, y siento una atracción de indescifrable nostalgia por las estaciones casi perdidas en el mapa, hay algo maravilloso para mí en recibir cartas que el correo tradicional —el de los sobres de papel con sello y cuños— me hace llegar.
Cuando en la redacción del periódico me anuncian que ha llegado correspondencia, me enternece ese tiempo que el remitente se toma para contar su sentir, esa historia que enfunda en un sobre y pone a viajar a través de los rieles de un correo que, si se compara con los ritmos binarios de las nuevas tecnologías, es algo así como una aventura a paso de carruaje.
Como las cartas sí llegan —y esta expresión se la he tomado al hondo José Lezama Lima, pero al revés, pues a él en algún momento las cartas no le llegaban—, hace algunos días mi colega Mercedes me entregó en la redacción una carta del bayamés Quintín Matos Reyes, y al abrir el sobre encontré en tan solo una hoja muy blanca unas líneas breves.
Hallé, además, una nota escrita por Quintín en un pequeño pedazo de papel, donde me ha hecho saber: «Cuando decidí enviar esta carta por el correo tradicional, casi ahogado por las nuevas tecnologías, encontré esto que no sé quién lo escribió o dijo: “afortunadamente siempre existe otro día, y otros sueños, y otras risas, y otras personas, y otras cosas”». Por último, en una línea escrita en tinta de otro color me pide que, si recibí esta carta, acuse recibo de cualquier manera.
Quintín, un jubilado de 73 años, redactó su carta a propósito de un artículo que yo había escrito tiempo atrás y que tenía por título Todos contra el desaliño. En aquel texto, cuya tesis este lector comparte, expresaba que «nosotros, en una intensidad que se resiste al fracaso, siempre hemos puesto amaneceres en las noches más cerradas. Y esto de hacer todo lo posible contra el desaliño es tarea de ahora, de enfrentar con altura y decencia cada episodio de la vida. Es tarea sin miedos, que no admite replegarnos».
Fue ese el pie forzado para que el bayamés me compartiese una anécdota: «Un amigo que se fue a vivir al extranjero, en una de sus visitas acá, me invitó a una cerveza. Después de consumidas y caminando rumbo a mi casa, lo miré dos veces, y antes que le dijera nada me expresó en su lenguaje habitual: “No, acere, ya no tiro las laticas a la calle. Allá, si lo haces, la multa es negra”. ¿Cómo aprendió?». Más adelante Quintín afirma: «De vez en vez hace falta un buen cocotazo».
Lo que veo de apasionante en las cartas tradicionales es su probable capacidad de poder guardarse, por toda una vida, entre los papeles más queridos. Sin hablar de los temas que contienen, y que en un caso como este resulta de especial sensibilidad para los cubanos: Hay que subir la vara de la penalización en esto de que, quien no sabe, aprenda a ser ciudadano; en esto de poner coto a los desórdenes, a la suciedad y la indisciplina generalizada. Así piensa Quintín, y así piensan millones de cubanos de bien.
Con la carta entre mis manos, me alienta que en la capital de la Isla, en nuestra amada Habana, las autoridades del Gobierno estén tomando medidas concretas para detener el desorden por cuenta del cual los desechos de la ciudad han ido a parar a cualquier parte. Ahora no son pequeñas las multas para quienes los lancen de modo inescrupuloso, como si nunca más fuesen a volver a las esquinas que ensuciaron.
Apruebo, como Quintín, los cocotazos impostergables, a ver si muchos despiertan del letargo. Y como la educación jamás termina y solo se da —como dicen los grandes pedagogos— en la interacción de un ser humano con otros, me hace feliz que la correspondencia, la tradicional o la vertiginosa de estos tiempos, sirva para enviar señales, para sentir que tenemos compañía y coincidencias a pesar de las distancias. Por lo demás, consuela que entre tanto tropel de modernidad, las cartas enviadas a la antigua usanza sigan llegando.