«Cuando sea grande voy a ser como tú», le digo abrazándola, y ella sonríe como si lo creyera un cumplido. Se voltea hacia el grupo que lidera: «Vamos, muchachitas, que faltan varios museos por visitar», y me arrastra por la cintura a pasito de conga, con una carcajada que termina en alabanza a cualquiera de sus mezclados dioses.
Un buen día me nombraron su madre, como recalcando mi parte de culpa en esa pasión irrefrenable por respirar la Patria en su gente, su historia, sus paisajes.
De Pinar a Maisí (contando islas adyacentes), ya han resaltado decenas de puntos en sus mapas personales. Ella en especial, la Martínez, tiene más de 120 municipios iluminados con marcador de colores, y aún pide ver mi propia hoja de vez en cuando para comparar avances.
En Baracoa la reté a celebrar el medio milenio de todas las villas fundacionales y lo ha ido cumpliendo. Ahora le pide a su Virgen tocaya que le de salud para acompañar a Leal en 2019, y yo no tengo dudas de que dará las tres vueltas tradicionales a la ceiba en vísperas de San Cristóbal y luego cruzará en lanchita la rada habanera para esperar el alba en mi terraza.
Si alguien tiene la osadía de indagar por sus edades, ellas dicen treinta y pico, cuarenta y pico, veinte y pico… pero no hablan de tiempo vivido, sino de las primeras cifras en sus carnés de identidad. De camino hacia la Isla de la Juventud en 2013, a uno de los jóvenes de la expedición le dio por sumar años, y la líder veterana lo reprendió seriecita: «Mijo, deja esas cuentas, que si llegas al “total” se nos hunde el barquito».
Nadie se llame a engaño: la dulce Cary es un manojo de dicharachos y órdenes imposibles de soslayar. Tiene más costuras en el cuerpo que una pelota de manigua y su cartera suena a maraca por las pastillas que consume con el té del desayuno.
A veces se derrenga en su sofá de la calle Aricochea, pero basta un atisbo de ocurrencia juvenil, una llamada de la FMC o del Partido en su provincia, y en segundos se activa toda la adrenalina de su reserva criolla y en un pestañazo moviliza al resto de la tropa holguinera.
En su decálogo de servir, el mejor plan es el que se deja «pa’ ahora mismo», y lo más especial de su cocina es que nunca le faltan comensales inesperados. Esa es su fórmula para mantener a raya los achaques y contagiar esperanza a su paso por escuelas, hogares maternos, iglesias, secundarias, cárceles, teatros, centros de evacuación…
Este verano hará diez años del primer recorrido que compartimos juntas, cuando la Tecla del Duende premió el concurso 50 Eneros, y su risa sandunguera se ganó el corazón de todo el piquete.
Doy fe de que con ella no habrá sueños perdidos en el tintero de la Tecla holguinera, ni acto solemne, homenaje o cumbancha que no la vea llegar con sus corteses caballeros, sus damas olorosas y unas mochilas cargadas de juguetes, ropas, libros y otros donativos para quienes necesitan algo más que una sonrisa en humilde gesto de solidaridad.
Hace años que les debo esta crónica. Un amigo me la pidió mil veces y yo no sacaba tiempo para terminarla. Me avergüenzo por eso, pero no voy a dejar para San Nunca el decir cuánto las admiro, como no pienso esperar a ser grande para vivir a la manera de mis añosas «hijas» holguineras.