Venezuela denunció este sábado que el destructor misilístico USS Jason Dunham de la Marina estadounidense asaltó ilegalmente una embarcación pesquera venezolana en aguas jurisdiccionales del país caribeño Autor: France 24 Publicado: 13/09/2025 | 08:49 pm
«LAS MATA CALLANDO», solemos decir los cubanos ante casos en que de modo muy improbable pueda incluirse a Donald Trump, pues la política exterior del Presidente de Estados Unidos se caracteriza más por la escandalosa altisonancia, que por ejecutar sus presiones y torceduras de brazo en silencio.
Sin embargo, la arremetida militarista que tiene lugar por el Caribe y que amenaza a toda América Latina, bien merecería la popular expresión con que en la Isla nos referimos también a «los gaticos de María Ramos».
Luego de revelarse que había firmado una orden secreta que dio instrucciones en julio al Pentágono para ejecutar el desmedido despliegue naval por el Caribe, el 19 de agosto, 4 000 marines, aviones de combate, portaviones y destructores, armados con 1 200 misiles, surcaban esos mares para ubicarse cerca de las costas de Venezuela.
Claro que la probabilidad de una acción contra ese país no sorprendería. Desde su mandato anterior, Trump sataniza a las autoridades venezolanas, y ahora ha llegado al peligrosísimo e irrespetuoso absurdo de acusar al presidente Nicolás Maduro de estar vinculado con el narcotráfico y poner precio por su cabeza.
Lo más grave es que ello acontece en el contexto de una declarada y nueva cruzada de Washington contra el tráfico de estupefacientes por cárteles a los que, el jefe de la Casa Blanca tildó como «terroristas».
Es decir, que combatir al terrorismo —la misma excusa usada por su antecesor W. Bush desde inicios de los 2000 para las guerras de EE. UU. contra Irak, Afganistán, Siria y Libia— sería otra mampara de esta administración para encubrir cualquier violación del espacio y la soberanía venezolanos.
El supuesto y muy dudoso abatimiento de una lancha que alegaron salía de costas venezolanas con un presunto cargamento de drogas, a inicios de esta semana, ha sido entendido por todos como una acción de bandera falsa para justificar la parafernalia despachada, y las acusaciones sin pruebas contra la nación bolivariana. Washington no dio absolutamente alguna prueba creíble de la veracidad de su declarada acción.
Sin embargo, lo que Trump no ha vociferado ni siquiera anunciado, es esta militarización que remprende a ojos vista, y cuyos peligros trascienden a la patria del Libertador y de Hugo Chávez.
Está en marcha desde EE. UU. una vuelta a la política de las cañoneras, luego de los llamados «golpes suaves» que disfrazaron las asonadas para cambiar gobiernos, y que han caracterizado su intervencionismo en América Latina desde hace décadas. Los casos de Fernando Lugo en Paraguay, Dilma Rousseff en Brasil, Pedro Castillo en Perú, Evo Morales en Bolivia y Mel Zelaya en Honduras,dan fe de esa estrategia, de la que también pudieran ser víctimas Rafael Correa y la Revolución Ciudadana ecuatoriana, cuando se conozcan los resortes que empujaron la traición del exmandatario Lenín Moreno a esa causa.
Pero este ostensible movimiento en la política exterior de EE.UU. hacia la región, ni siquiera deba adjudicarse únicamente a Trump.
Desde los tiempos de W. Bush pasando por la gestión de Barack Obama, los observadores comentaban que la atención de Washington hacia América Latina había declinado en favor de salvaguardar sus intereses en el Medio Oriente, pero mientras, el Pentágono, y concretamente la exjefa de su Comando Sur, Laura Richardson, ocuparon su tiempo y, en especial, la última parte del mandato de Joseph Biden, aceitando los engranajes que aseguraran el reforzamiento de su presencia en el sur de nuestro hemisferio.
Las visitas y los acuerdos alcanzados por la Richardson con Argentina, Ecuador y Perú pueden considerarse preámbulo de este despliegue naval, que ha incluido la vuelta de los marines a Puerto Rico, territorio colonial históricamente usado para su emplazamiento en el Caribe, junto con la denunciada amenaza de la reapertura de las odiadas bases que empezaron a desvalijarse desde la ya lejana época de Bill Clinton, y que los puertorriqueños rechazan.
Quizá no se trate de una estrategia para volver a los sangrientos golpes militares al estilo Chile para cambiar gobiernos. En su momento, Richardson no habló bajo para reconocer los mantenidos intereses de EE. UU. sobre los recursos naturales de Latinoamérica. El dominio de sus reservas de agua, biodiversidad, petróleo y minerales como el litio, siguen siendo para Washington un importante atractivo.
Aquellas gestiones han recibido impulso desde el regreso de Trump.
La ratificación de Daniel Noboa al frente del Gobierno ecuatoriano ha profundizado lazos que pudieran convertir al territorio de esa nación en lo que, hace unos años, fue Colombia: un trampolín de los marines hacia América Latina mediante la instalación de unas ocho bases militares en suelo colombiano, supuestamente, para combatir el narcotráfico, pero que fueron apoyo a la lucha contrainsurgente y para mantener vigilada y a buen recaudo a una región donde ya emergían los gobiernos populares del cambio.
Para guardar la forma, Noboa pretende convocar a un referendo en diciembre que le permita abolir de la Constitución, el artículo que prohíbe establecer en el país bases militares extranjeras. Pero se sabe que el banderillazo de aceptación fue dado ya a la Casa Blanca por un mandatario que se precia de su cercanía con el republicano.
A ello se suma la ratificada anuencia de la presidenta sustituta peruana Dina Boluarte —quien ocupa el sillón de un injustamente defenestrado y preso sin juicio, Pedro Castillo— para permitir igualmente la presencia de tropas estadounidenses bajo los rótulos de «cooperación militar», «ejercicios conjuntos» o «entrenamientos».
Otro tanto ocurre en Argentina, donde medios alternativos han comentado la intensificación y profundización de la presencia militar estadounidense en la Patagonia y Tierra del Fuego, denominados por esos observadores como «territorios geopolíticamente estratégicos».
Desde marzo se reveló la suscripción de acuerdos para institucionalizar un denominado programa de cooperación que incluirá a las Fuerzas de Operaciones Especiales de Argentina. Se trata, dijeron, de un programa de cooperación, supuestamente, para «formar» con la doctrina militar de EE. UU. a «los cuadros locales».
Varios ejercicios conjuntos previstos se suman a los ya establecidos, en lo que analistas argentinos denuncian como «parte de un plan imperialista que nada tiene que ver con los intereses nacionales. (…) Un paso más para que EE.UU. pueda controlar y asegurarse de los recursos con el objetivo de profundizar el saqueo en la región», estimó el periodista Leonardo Del Grosso, en declaraciones a Enfant Terrible, que se presenta como una publicación de jóvenes comunicadores argentinos, preocupados por la instalación «en la agenda mediática, de grandes falacias».
¿De quién y para qué?
No faltan analistas que responsabilicen al secretario de Estado, Marco Rubio, por esta reiteración de las amenazas militares de EE. UU. hacia Latinoamérica y el Caribe, con el propósito de hacer valer un rol en la administración Trump que aún no lo revela como hombre fuerte ante el mandatario; o para complacer a las escuadras de la claque de personajes que le apoyan e intentan revertir el modelo que volvieron a votar las mayorías en Venezuela.
En tal sentido pueden entenderse las giras del titular del Departamento de Estado por la región; la más reciente, con visita a México, donde la presidenta Claudia Sheinbaum reiteró la disposición de su ejecutivo a la cooperación conjunta contra el narco, pero ratificando preocupaciones de su país irresueltas como la entrada por la porosa frontera común que Washington quisiera militarizar, de las armas que nutren a los cárteles, y confirmando otra vez que es inviolable la soberanía nacional.
El periplo continuó en Ecuador, donde Noboa, como era de esperar, abrió más las puertas y confirmó la anuencia para que grupos delincuenciales de su país sean incluidos en la lista estadounidense de cárteles narcoterroristas: una venia que autoriza el posible hacer y deshacer de las tropas de EE. UU. en su país.
Otros observadores, sin embargo, adivinan tras esta estrategia con aspiraciones recolonizadoras, la urgencia de Washington por retomar los espacios que perdió en Latinoamérica, y que han sido ocupados por la incrementada presencia comercial de China, cuya política de intercambio de ganar-ganar resulta mucho más justa y atractiva que la ley del embudo aplicada siempre por la nación del Norte.
En ese contexto, think tanks asentados en Miami ubican las presiones de la administración republicana sobre Panamá, y la amenaza de retomar el control de su Canal para que el vulnerable Gobierno de José Raúl Mulino rompiera sus tratativas con Beijing. La estrategia allí, hasta hoy, resultó exitosa.
Todas las hipótesis son tan probables como urgente es que Latinoamérica y el Caribe sigan denunciando los peligros de las asechanzas yanquis, y reivindiquen que es inviolable la paz que ha proclamado para sus naciones.