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La memoria histórica, entre el coraje y la honestidad

En la misma proporción en que se ha puesto evidencia la mezquindad y paranoia de la cruzada antirrusa de los países occidentales, se han desatado esfuerzos de tergiversación historiográfica y de desmemoria colectiva promovidos para minimizar el peso histórico y cultural del pueblo ruso en la época contemporánea

Autor:

Amado René Del Pino Estenoz

Entre los ámbitos de confrontación en los que se ha manifestado la hostilidad de los países occidentales hacia la nación rusa —económico, militar, diplomático, cultural, deportivo y tecnológico—, ninguno ha alcanzado niveles de encarnizamiento tan notables como el referido a la memoria histórica.

En la misma proporción en que se ha puesto evidencia la mezquindad y paranoia de esta cruzada antirrusa —en acciones como la congelación de activos financieros; la anatematización de autores eslavos en escenarios teatrales, recintos museológicos y colecciones bibliográficas; o el veto de participación de los atletas rusos a los venideros Juegos Olímpicos—; se han desatado esfuerzos de tergiversación historiográfica y de desmemoria colectiva promovidos para minimizar el peso histórico y cultural del pueblo ruso en la época contemporánea.

Entre la omisión y la infamia

Aun cuando las operaciones de desestabilización dirigidas contra Rusia se han vuelto cada vez más sistemáticas, no dejó de generar un notable impacto el anuncio de las autoridades locales de Saaremaa —territorio insular de la República de Estonia—, que ordenó la exhumación y el traslado de los restos de 300 soldados soviéticos que reposaban en el cementerio de Tehumardi.

Condenada oportunamente por la embajada rusa en Tallinn, esta decisión redondea toda una campaña de liquidación del patrimonio monumental y necrológico erigido en suelo estonio para conmemorar la impronta del Ejército Rojo en Europa del Este durante la Segunda Guerra Mundial.

El cementerio de Tehumardi, en la isla de Saaremaa, Estonia, ha sido uno de los objetivos de las acciones rusofóbicas extendidas por el continente europeo. Foto: ERR

Al evocar los pormenores de este hecho en la isla de Saaremaa, nos viene a la mente el siniestro suceso que protagonizó el doctor Robert Knox en Edimburgo a comienzos del siglo XIX —la sustracción de restos mortales en cementerios escoceses para las lecciones de disección dirigidas a los estudiantes de anatomía—, que inspirara la narración El ladrón de cadáveres, de Robert Louis Stevenson.

Más que un acto puntual de relocalización de osamentas, lo que realizaron las autoridades estonias es un genuino acto de profanación que abarcó el secuestro de lápidas, la supresión de inscripciones y la insolencia diplomática.

El poder de los símbolos

Resulta inevitable al profundizar en el affaire Saaremaa, no hacer mención a la contingencia acaecida una década antes en el cementerio de Milejczyce, en Polonia, que mereciera un enérgico repudio del Ministerio de Asuntos Exteriores de Rusia.

En dicho camposanto, donde se ubicaban los restos de 1600 combatientes del Ejército Rojo, se produjo el ultraje de 50 lápidas, bajo el supuesto desconocimiento de las autoridades polacas. Para consternación de la opinión pública del continente europeo, no hubo puniciones dirigidas a los vándalos implicados en el hecho, ni el menor gesto de desagravio proveniente de Varsovia; pese a la existencia previa de un acuerdo suscrito en 1994 entre la Federación Rusa y la República de Polonia concerniente a los cementerios militares y los memoriales de las víctimas de la guerra.

Los recientes sucesos en el cementerio de Tehumardi han hecho rememorar con particular intensidad a la ciudadanía estonia —que registra un 29 por ciento de su población como ruso parlante—, la conocida «guerra de las estatuas» que incitó el traslado en mayo de 2007 de la escultura del Soldado de Bronce, de la colina de Tõnismaë ubicada en el centro de Tallinn —donde fuera emplazado originalmente el monumento en 1947—, al Cementerio de las Fuerzas de Defensa.

Este hecho había provocado vivas reacciones por parte del presidente de la Duma Estatal rusa, y consternó a la población que apoyaba mayoritariamente un relajamiento de las tensiones entre ambas naciones, pese al estatus adquirido por la república báltica de integrante de la Unión Europea y de miembro pleno de la OTAN.

Vale aclarar que la recolocación del Soldado de Bronce se realizó bajo el amparo de la Ley sobre la protección de cementerios militares ratificada unos meses antes por el Riigikogu (parlamento estonio). Pese a la aprobación ad hoc de dicha ley con vistas a resignificar la importancia de los monumentos del período soviético, su preámbulo puso en evidencia el proceder incoherente de Tallinn.

En dicho documento se promovía la protección, el respeto y adecuado tratamiento de los restos de personas fallecidas en las operaciones militares en territorio estonio durante la Segunda Guerra Mundial.

Por añadidura, el Gobierno de Estonia era signatario de la Convención sobre la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales—aprobada en Ginebra 1949 por iniciativa de las Naciones Unidas—. La mencionada Convención, reformulada en 1977, consideraba de interés público el respeto a los restos mortales y de los lugares de sepultura de las personas fallecidas durante las grandes conflagraciones bélicas.

La pugna de la memoria

Uno de los argumentos esgrimidos por el Gobierno estonio para proceder con la eliminación o traslado de los monumentos del período de integración de Estonia a la URSS —según manifestó el primer ministro Kaja Kallas ante el desmontaje de un conjunto monumental erigido en honor al Ejército Rojo en la ciudad de Narva—, ha sido aplacar las «tensiones sociales» que supuestamente comprometían el orden público y la seguridad interior.

Lamentablemente, esas posturas gubernamentales desvirtuaban el carácter cívico de las activas conmemorativas como la del Día de la Victoria, convocadas alrededor de estos sitios de valor perenne para la memoria histórica. Dado el saldo de víctimas que generó el nazismo, y la estela de censura, terror y delaciones que provocó la expansión del III Reich en Europa, la trascendencia colectiva de estas festividades no se restringía a los miembros de la comunidad rusoparlante que habita en las repúblicas bálticas.

Más que proponer una visión revisionista de la historia —al estilo de los grandes paradigmas historiográficos del siglo XX como Michel Foucault y Eric Hobsbawm—, los gobernantes prooccidentales de Europa del Este se han ocupado de minimizar el impacto nefasto del nazismo sobre pueblos, etnias y nacionalidades.

Dada la progresión en los imaginarios sociales de cierta amnesia colectiva—que en muchos casos desestima el sacrificio que representó la liberación del nazismo y la posterior condena de los principales responsables de los crímenes de guerra—, se impone fomentar los «lugares de la memoria», según los definiera el historiador francés Pierre Noa.

Cada monumento, recinto museológico, biblioteca o archivo que permita incentivar el sentido de identidad hacia las colectividades humanas, adquiere un valor extraordinario para el cuerpo social, sin desconocer de filiaciones individuales y genealogías familiares que enaltecen a los sujetos.

Por encima de ideologías y alianzas geopolíticas, la gesta heroica de la armada bolchevique merece la admiración incondicional de la comunidad planetaria. Desconocer la magnitud de las operaciones terrestres, aéreas y de liberación de territorios que asumió el pueblo soviético durante la Gran Guerra Patria —al costo de infinidad de pérdidas materiales y el luto de millones de familias—, sería deshonrar irremediablemente a la especie humana.

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