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Palestina y la vacuna urgente para su agresor

La exclusión intencionada del acceso a las vacunas del pueblo palestino ocupado es coherente con la trayectoria de racismo de Israel, que no se conduele ni siquiera frente a una pandemia

Autor:

Enrique Milanés León

Entre agresión y pandemia es difícil definir cuál golpe será más fuerte. Hará cosa de año y medio que tropas israelíes atacaron una clínica de diagnóstico de la COVID-19 en el barrio de Silwan, en Al-Quds, con el pretexto —tantas veces usado para masacrar— de que ese centro cooperaba con la Autoridad Nacional Palestina. El crimen horrorizó, pero no tanto como las arremetidas que en mayo de este año dejaron claro que las instalaciones y el personal sanitario son blancos de tiro, nada colaterales, para los robocops de Tel Aviv.

En efecto, en mayo pasado, Israel destruyó o dañó —además de 60 escuelas— cuatro hospitales administrados por el Ministerio de Salud de Gaza, otros dos dirigidos por ONG, así como dos clínicas, un centro de Salud y una instalación de la Sociedad de la Media Luna Roja Palestina.

Entre las bajas mortales de los 15 días de combate —253 palestinos por diez israelíes— estuvo Yman Abu al-Ouf, jefe de Medicina Interna y miembro del grupo de trabajo sobre coronavirus en Al-Shifa, el hospital más grande de Gaza. Con él murieron, en un ataque con misiles en el distrito de al-Wehda, en Gaza, su esposa y sus cinco hijos, pero hubo, si cabe, tragedias mayores: su colega Mooein al-Aloul fue asesinado junto con 33 familiares. ¿Cuántos palestinos quedaron, entonces, huérfanos de médico?

El virus de la agresión

Hace muy poco, apenas el mes pasado, Riad Mansur, representante permanente de Palestina ante Naciones Unidas, hizo una fuerte denuncia: «Israel empezó a implementar sus planes de anexión de territorios palestinos aprovechando la situación actual de la pandemia de coronavirus».

En cartas a António Guterres, secretario general de la ONU, a Vasiliy Nebenzya, representante permanente de Rusia ante el organismo, y a Volkan Bozkir, septuagésimo quinto presidente de la Asamblea General, Mansur colocó en la tribuna más alta lo que todos dicen abajo: Israel aprovecha la inevitable distracción que implica la pandemia para consolidar sus planes de asentamiento, anexión ilegal y ocupación militar en territorios palestinos, incluyendo a Jerusalén Oriental.

Mansur repudió otro golpe oportunista: los palestinos en la franja de Gaza son privados de medicamentos básicos por el bloqueo israelí durante el aumento de casos de la COVID-19.

A inicios de año, Saleh Higazi, director regional adjunto de Amnistía Internacional para Oriente Medio y el Norte de África, comentó que el muy celebrado programa de vacunación de Tel Aviv contra la COVID-19 «…pone de manifiesto la discriminación institucionalizada que define la política de su Gobierno hacia la población palestina. Mientras Israel celebra una campaña de vacunación sin precedentes, millones de palestinos que viven bajo su control en Cisjordania y la Franja de Gaza no recibirán ninguna vacuna o tendrán que esperar mucho tiempo para recibirla. No podría haber mejor ilustración de hasta qué punto se considera que las vidas israelíes valen más que las palestinas».

Vacunas viejas por nuevas

Sí, fue más o menos como el cuento de Las mil y una noches en que el brujo astuto ganó, en trueque fácil, la añeja lámpara mágica, solo que esta vez, a mediados de año, el taimado régimen sionista —hostigado por denuncias internacionales de que, en lugar de ofrecer asistencia sanitaria a la nación que ocupa, la lastima más— intentó hacerlo a la inversa, viejo por nuevo, al «auxiliar» a los palestinos cediéndoles 1,4 millones de vacunas de Pfizer y de BioNTech de sus reservas, ¡a punto de vencimiento!, a cambio de recibir después una partida equivalente que la Autoridad Palestina había adquirido a Pfizer.

El desprecio era aún mayor. Según la ministra palestina de Sanidad, Mai al Kaila, Israel exigió que las vacunas que más tarde recibiría por su «gesto» no fueran derivadas a la franja de Gaza y que en el contrato no figurara siquiera la firma del Estado de Palestina que las había gestionado. Por supuesto, el primer ministro palestino, Mohamed Stayyeh, rechazó el trato y la humillación que conllevaba.

El ultraje no era nuevo. El ministro de Salud de Israel, Yuli Edelstein, había dicho irónicamente a la cadena británica BBC: «Si es responsabilidad del Ministerio de Salud israelí encargarse del cuidado de los palestinos, ¿cuál es exactamente la responsabilidad del Ministro de Salud palestino, cuidar los delfines en el Mediterráneo?».

Ciertamente, los delfines son una buena causa para cualquiera, incluido el Ministro palestino, pero lo que pareció olvidar Edelstein es que la condición de ocupante ilegal que su régimen ha sostenido implica, entre otras, las obligaciones de índole sanitario que ahora rechaza asumir.

Historia clínica del despojo

A fines de mayo, en una reunión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU sobre la última escalada de ataques a territorios ocupados, Michael Lynk, relator especial sobre el asunto en el territorio palestino ocupado desde 1967, definió a Gaza como «la prisión más grande del mundo».

Rodeada por el mar, Israel y la guerra, Gaza está ahora, también, cercada por la COVID-19. Es la inmerecida prisión de más de dos millones de personas bloqueadas que no saben cuándo les caerá la muerte. «Cuando la violencia intensa regresa a Gaza, como ocurre habitualmente, no hay escapatoria. La prolongación de esta restricción medieval de las libertades básicas durante 14 años es una mancha desgarradora en nuestra humanidad», afirmó Lynk.

Por otro lado, «a Israel —ha dicho el relator especial— los asentamientos le sirven para dos propósitos relacionados; uno es garantizar que el territorio ocupado permanezca bajo su control a perpetuidad y el segundo es garantizar que nunca habrá un auténtico Estado palestino».

Actualmente hay cerca de 300 asentamientos en el Jerusalén Oriental ocupado y en Cisjordania, con una cifra de colonos israelíes «implantados» que las fuentes cuantifican entre 680 000 y 700 000. Esos asentamientos son, según Lynk, «el motor de la ocupación israelí de 54 años, la más larga del mundo moderno», pero la definición como ilegales por el Consejo de Seguridad de la ONU, la Asamblea General, el Consejo de Derechos Humanos, la Corte Internacional de Justicia, el Comité Internacional de la Cruz Roja, las Altas Partes Contratantes del Cuarto Convenio de Ginebra y otras organizaciones de derechos humanos no revierte el panorama.

El relator lamenta la paradoja de que «…mientras que esos asentamientos están claramente prohibidos por el derecho internacional, la comunidad internacional se ha mostrado notablemente reacia a hacer cumplir sus propias leyes».

El sionismo «terminal»

Ramzy Baroud, editor de The Palestine Chronicle, considera que la exclusión intencionada del acceso a las vacunas del pueblo palestino ocupado es coherente con la trayectoria de racismo de Israel, que no se conduele ni siquiera frente a una pandemia.

«Con frecuencia —sostiene Baroud— hablamos de su apartheid, a menudo ilustrando eso en términos de muros gigantes, vallas y puestos de control militares que enjaulan a los palestinos. Pero en Israel el apartheid es mucho más profundo ya que llega a casi todas las facetas de la sociedad donde los judíos israelíes, incluidos los colonos, son tratados mucho mejor que los palestinos, ya sea que vivan en Israel o en los territorios ocupados».

Es cierto que, para «pinchar» el sufrido cuerpo de los palestinos, Israel asegura balas, no jeringuillas, pero aun así se ve claro el diagnóstico de la justicia: desde mucho antes de la pandemia, el que está en terapia intensiva es el régimen del sionismo. Palestina se inmuniza por otras vías, pero a su agresor, a la larga, no habrá vacuna que le salve.

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