Un niño afgano, en un campamento de desplazados. Autor: Naciones Unidas Publicado: 28/08/2021 | 07:42 pm
Si es literaria, una imagen vale más que mil fotografías. El estremecimiento humano que millones de terrícolas sentimos recientemente, ante la estampa de madres entregando sus hijos a soldados extranjeros a través de la cerca del aeropuerto de Kabul, puede sintetizarse en esta expresión del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef): «Afganistán es el peor lugar del mundo para nacer».
Otros reportes de prensa tradujeron que era «uno de los peores lugares del mundo para ser niño», pero exquisiteces lexicales aparte, lo importante es que ambas oraciones explican con claridad una postal insólita para nuestra especie: la renuncia materna al hijo. En realidad, la foto del país entregado por sus fronteras al mayor coloso militar ha sido aún más estremecedora que la de estas tristes señoras de velo herido.
Hay dolor para todos en la cosecha dejada tras 20 años de intervención militar estadounidense —país que admite, con cinismo insuperable, que nunca tuvo interés en fomentar allí democracia alguna—, pero así como angustia la grisura que pende sobre las cabezas de mujeres, de miembros del Gobierno «salido» y de colaboradores con embajadas y ejércitos occidentales, abruma pensar qué será de los menos culpables entre todos los inocentes: los niños.
Este quedará como el peculiar caso en que la potencia protectora hizo exactamente lo mismo que el títere protegido: correr. Joe Biden y Ashraf Ghani darían una buena final de cien metros planos, pero, sarcasmo aparte, sus tropiezos deportivos implicarán penosas cargas para infantes que ya estaban lastrados por la pobreza, la violencia, la malnutrición y los abusos de todo tipo, a tal punto que, tras el incidente en el aeropuerto, un oficial del Regimiento de Paracaidistas del Ejército británico confesó al periódico Independent: «Las madres estaban desesperadas, los talibanes las golpeaban, gritaban “¡salva a mi bebé!”, y nos arrojaron los niños. Algunos de ellos cayeron sobre el alambre de púas. Fue terrible lo que pasó. Al final de la noche no había un solo hombre entre nosotros que no llorara».
Que soldados extranjeros se hayan tomado en tierra afgana el tiempo de dos guerras de Troya es otra historia digna de la pluma —o la ceguera— de Homero, pero el pasaje de estos niños hace creíbles las lágrimas de los militares.
Desde otras «cercas» de penas, la Unicef rescata infantes e infancia. Su director de operaciones en Afganistán, Mustafa Ben Messaoud, ha informado de los contactos, en distintas provincias, con representantes del Talibán, pero no ha hallado en ellos una posición homogénea, sobre todo en cuanto a las mujeres y las niñas.
Si bien este Fondo de la ONU firmó en diciembre con los talibanes un acuerdo para abrir escuelas y brindar otras ayudas a los menores en zonas remotas, ahora está por verse si lo pactado sigue en pie.
Mustafa Ben Messaoud informó que la mitad de los 20 millones de afganos requeridos de asistencia humanitaria son niños. Los protectores de la infancia tienen mucho trabajo allí, por eso 11 de las 13 oficinas de la Unicef en el país continúan sus operaciones cuando todo parece cerrarse.
En contraste con los que llegaron, mataron… y huyeron, Naciones Unidas mantiene activos su estructura y su personal. Van «a la contra»: mientras crece la puja por salir, ellos luchan por quedarse.
De momento, la Unicef y la Organización Mundial de la Salud solicitaron, en comunicado conjunto, «el establecimiento de un puente aéreo» que viabilice una labor humanitaria que ahora parece misión imposible.
No, el pronóstico no es bueno para la infancia cuando las «variables» nacionales son violencia crecida, azote de la COVID-19 y recia sequía, de ahí el argumento de la Unicef para permanecer: «millones seguirán necesitando servicios esenciales, como salud, campañas de vacunación contra la poliomielitis y el sarampión, nutrición, protección, refugio, agua y saneamiento».
Ciertamente, Occidente parece plantearse cómo sacar a selectos colaboradores locales, pero no se ve a la misma altura la pregunta de qué será de los seres desvalidos que, adentro, pudieran quedar en posición más vulnerable. «Se estima —alerta Unicef— que un millón de niños sufrirán desnutrición aguda grave en el transcurso de 2021 y podrían morir sin tratamiento».
La bandera de los talibanes. Foto: EPA.
En lo que va de año, 552 niños afganos han muerto y más de 1 400 fueron heridos, según recoge un estudio del organismo. Otras cifras para lamentar son que 4,2 millones de muchachos no van a la escuela y que 435 000 pequeños y mujeres se han desplazado para huir de la violencia. Encima de eso —porque hay sequía, pero el dolor no «escampa»—, «informes apuntan que los niños están siendo reclutados en el conflicto por grupos armados».
Virginia Gamba, representante especial del secretario general de la ONU para los niños y los conflictos armados, fue tajante en un comunicado: «Es urgente que todas las partes tomen las acciones necesarias para minimizar el daño a los niños y dar prioridad a su protección en la conducción de las hostilidades, así como proteger las escuelas y hospitales».
El último informe de la ONU sobre los niños y los conflictos armados sostiene que 5 770 jóvenes afganos fueron asesinados o mutilados entre enero de 2019 y diciembre de 2020. Tampoco la violencia sexual hace distingos de género: si bien las niñas pueden sufrir atávicas prácticas como el matrimonio temprano y el asesinato por honor, en la nueva situación los niños estarían más expuestos a la abusiva práctica del «bacha bazis».
Además de ignominia, bacha bazis se traduce como «jugar con niños». El llamado juego no es otro que la vejación de un juguete sexual comprado para esos fines por hombres adinerados que los convierten en sirvientes usados a voluntad.
Según denuncia la organización humanitaria independiente War Child, la función de los menores es bailar vestidos como mujeres en bodas, fiestas y otras celebraciones. Al terminar la noche, la erótica danza termina en abusos sexuales. Porque su número creció durante el pasado capítulo de gobierno de los talibanes, se teme —entre tanto que se teme en la polvareda que azota a ese pueblo— que esta nueva etapa de extremismo multiplique otra vez las heridas bacha bazis.
Hay que ver entonces si, en lo que Biden y Ghani paran de correr, los terrícolas entendemos que el dolor afgano no se curará con armas y nos colocamos al borde de sus cercas de país, ¡para rescatar con ellos amores hacia adentro! Sus niños ya nacieron, ya están allí… merecen que un día la Unicef certifique que su patria les resulta el mejor lugar del mundo para crecer.